viernes, abril 12, 2024

A la memoria de Len

 


Hoy mi suegro hubiese cumplido noventa años. Stanley Lindley Barker. O Daddy, para sus hijas. Dadito, ya en tren de confianza. Len, para todos.

 

Increíble en este contexto pensar que se fue con sus 63 años, casi en la misma sintonía que mi viejo. Entonces se lo veía con la estirpe del que entiende las reglas de la existencia, conoce las vueltas adecuadas para cada llave, pero perdió el interés por descifrar cuáles  cerraduras están al alcance, para un mejor destino.

Algo así como una sabiduría inútil, suficiente para señalar el camino a los jóvenes, pero torpe a la hora de asegurar propias certezas.

 

Desde el primer momento Len me cayó bien, principalmente por su sonrisa pícara al borde de la malicia, como la de un chico bien que supo ser feliz con poco o nada.

Aventurero más por su costado soñador que por desarrollar una voluntad nómade. Hablaba "el inglés de la reina", destacaba su entorno de modo elogioso y eso se celebraba, aún sin chances de constatarlo con otros pares. Por mi caso, no había manera para que un aprendiz del Cambridge de Sarandí, pudiese descifrarlo. Pero trasudaba musicalidad en cada comentario.

 

De hecho, dentro de su repertorio, contaba con tres o cuatro canciones tradicionales capaces de lograr que el pibe más distraído pudiera colar a Humpty Dumpty al universo de Hijitus. En el imaginario, la mayoría de las historias infantiles parten de aquellas islas usina de duendes y piratas.

 


Stanley no era sencillo, más a pesar suyo, supongo, que al ADN o el carácter ariano que le tocó en suerte. Había sufrido no sé qué dificultad desde pequeño (nunca terminé de comprender su afección) que lo llevó a estar levemente pero inconfundiblemente encorvado. Tal figura, junto al flequillo canoso, los ojos achinados y un cigarrillo como extensión del brazo, lo transformaba en un personaje salido de cualquier relato británico, al mejor estilo de 'Lo que queda del día' o cualquier retrato dickeniano.

 

Entre sus dificultades y una vida construida a pesar de la ida (¿huida?) de su padre Frederick a la Segunda Guerra Mundial - tras su labor y medallas de la primera- , con su mamá como único sostén y contención, el hijo único fue construyéndose un mundo al pulso de sus verdades y una imaginación a prueba de desvelos y ausencias.

Tuvo que estudiar español por sugerencia a Granny de un docente (contaba mi suegra) para poder asistir a la escuela. Entre dos a cuatro años lidiando con su enfermedad en el Hospital Británico, siguió con su admiración por Churchill, la acumulación de insignias llegadas de Europa, un álbum de filatelia, los encuentros con amigos, Ducilo el trabajo sanador, la boda…

 

"Si me llaman voy a tener que ir", argumentó a Dora/Dori a semanas del casamiento, pensando si Hitler se expandía y además en el necesario respaldo a su padre heroico,  el mundo requería de sus servicios. Afortunadamente, la eximición de responsabilidades le sirvió para seguir con batallas más ordinarias y cotidianas: ser padre de dos muchachas y buscar una nueva vivienda. En realidad con la llegada de la primera, su madre les dio un ultimátum a los tortolitos convivientes para que encuentren un lugar mejor y la cosa no pase a mayores.

 

Además de esto, Stanley supo cosechar afectos varios y hacer del vínculo de sus contemporáneos casi una familia extendida. En su recuerdo y el de otros, las jornadas de buen comer y beber, entre risas y polémicas, reflejan un momento único con Ranelagh como escenario.

 

Entre arboledas, humo y alcohol, en el ideal de mis supuestos, oigo acentos tónicos y pentámetros yámbicos colándose durante la preparación de mollejas y su especialidad, los entrelazados chinchulines. La receta incluye acotaciones soeces de David (bah, zarpadas en criollo) su amigo y corrección de la pareja de éste, Peggy, matrimonio nada convencional que encarnaron como ningunos el modelo yin yang.

 


El desbocado e inventor se luce con su ukele, gin Tonic mediante y el sonido se expande en la velada que incluye a Pompy y Martha (padres de Andrea y Ana), Osvaldo y Mary, el peluquero alemán Roger (que a diferencia de mi suegro, superó o bordeó los cien años), más los primos del inglés, Lali y Gabriela, correteando o intentando entender qué es eso que tanto los hace reír y gritar a los grandes en esa noche de humedad y bruma donde la noción del tiempo se quedó afuera de la fiesta.

 

Gran asador, jardinero, experto en solitarios y en sostener el largo de la ceniza casi al mismo nivel del pucho original (es decir, antes de encenderse), descubrí tal virtud cuando Len vivía solo. Dora se había separado-mudado con Gabriela a Quilmes y Lali ya había formado su familia hace tiempo. En la visita a su primera casa, pude apenas balbucear incoherencias, en relación con mi inglés, sólo para empatizar y a la vez intentar de descifrar al émulo de mayordomo del Rey, que la vida refrendó como potencial suegro.

 

Mi ex catolicismo, sumado a la pretensión progre-peronista devinieron en breves chicanas para el sajón que, según recordó, se entristeció cuando supo de la guerra de Malvinas "no saben en qué lío se meten" predijo consciente del poderío de sus ancestros, aun habiendo nacido en estas tierras. Igual no se equivocó.

 

A medida que conversaba con él,  uno que ya idolatraba padres ajenos, sumado a la  sintonía compartida de haber perdido nuestros respectivos, fui valorando al tipo que a los golpes asumió su intempestiva soltería de más grande, daba clases de inglés particular y escolar una vez por semana y podía hacer fiaca sin culpas ni presiones.

As comprendí que Len se alimentaba de cigarros y cafés mucho antes de que la vanguardia vernácula celebrara el libro de Paul Auster, su película y los cortos de Jarmusch.

 


Por supuesto que las cosas no estaban tan cómodas por entonces, pero quien haya recorrido el conurbano o ahora renombrado AMBA sin inconvenientes, sabe del valor de la supervivencia por esto lares y es capaz hasta de reflotar los encantos del Roca, a pesar de todo.

Paradojas del destino, quien vivió su matrimonio de modo sedentario, con el correr de los años, devino en el aventurero que supuse. Una fugaz pareja más joven que casi le cuesta la vida, dos o tres mudanzas que lo acercaron a su ex (sólo en el sentido geográfico de la parada) y una estadía difícil en Palmira Uruguay, con la esperanza de que "siente cabeza" o al menos "haga un digno mango con todo lo que sabe de inglés", acrecentó el currículum de este jubilado tempranero condicionado por su salud, sobreviviente de sus pesares. De todos modos y a ritmo constante, Stanley entre las religiosas aspirinas diarias, el humo y la cafeína, continuó alimentando su úlcera asesina.

 


Hombre duro y terco igual que rabiosa y repetida pronunciación hasta lograr hacerla efectiva, vi en su postura un halo de necedad que, por momentos, creí pudo haberle jugado en su contra o simplemente representar aquella cerradura predestinada.

Ahora en mi flamante rol de sexagenario puedo comprenderlo pero todavía quiero creer que no son los años los que te vuelven más tozudo. Quizás sí los fracasos. Por ahí estoy equivocado, mi hija ya me tildó de "viejo amargado", esta semana. Bienvenida la terquedad a mi existencia. ¿Dónde estarán las putas llaves?

Pero cuando pienso en Len desde lo físico y mental, en esta falsa percepción de volver a recordar a los parientes y que la memoria me los devuelva viejos, cuando entiendo que mi juventud transitaba cual normalidad, los recuerdos me llevan a revisar mis sensaciones sobre aquella falsa dicotomía entre "frescura y madurez". Trampa infantil acerca del “nosotros y ellos”.

Después de una infección, con poco más de sesenta años, el hombre volvió a Buenos Aires de la mano de Peggy-David quienes lo hospedaron por un tiempo, buscando su recuperación. Un mes paró en casa cuando el menemismo se alimentaba de nuestros falsos ahorros y proyectos. Por entonces, su pasatiempo “madrugón”, jugar al solitario, me ofendía. "Tiene que poder hacer algo más", reclamaba para mis adentros a ese chico grande de flequillo y dedos amarillentos.

Una noche discutimos, tras un Boca - Independiente. Yo siempre (hasta hoy) de calentura fácil, entré y no sé qué pavada nos gritamos. Por experiencia de mi madre en la casa donde hoy resido, sabía que la convivencia con suegros/as nunca es recomendable.

Cerca de acá (Berazategui) surgió una eventual solución. El departamento de su fallecido amigo Pompy fue el último refugio  de la ¿quinta? mudanza en ocho años.

Por entonces mientras nosotros seguíamos en Sarandí, mi abuela vivía a tres cuadras.  El hada madrina del barrio El Relámpago, antes de pisar los noventa, comenzó a cocinarle a Barker durante un mes, creo, resucitándole sabores y apetito.

 


En marzo de no sé de qué año, una noche fuimos los cuatro a parrilla de Supisciche en Sarandí. Gabriela, mi abuela Dora, yo y Len. Comimos rico y nos reímos. Incomparable pensar los eucaliptus lindantes al golf ranelaghense y a las jornadas de scotch y barbacoas, con el grisáceo viaducto, aunque esa noche no tuvo nada que envidiarle.

Ni sé cómo volvieron mi abuela y Stanley a sus respectivos aposentos en la Ciudad del Vidrio, pero se las ingeniaron. Unas semanas más tarde, el cuerpo de Len (o la cabeza) seguramente impulsado por la nicotina y el carbonato de sodio, se paró.

 

Por momentos creo que el final se precipitó unos años antes después de que Gabriela y yo no pudimos cumplir con su pedido de cruzar desde Rianxo a Kent, el pueblo de dónde creíamos, era oriundo su viejo. “No nos dio la guita”, nos excusamos. Él tenía la ilusión de que pudiéramos encontrar alguna señal, un indicio de esa respuesta que el fin de la guerra interrumpió acerca del destino de su viejo.

 

"No pregunte más", había sido el telegrama oficial que décadas pasadas recibió su  madre Mary Hellen cuando Stanley era un nene de primeros palotes y soldaditos. Las facilidades de internet, más la garra de Ana (hija de Pompy y Marta) nos permitió confirmar que Frederick Barker falleció en Inglaterra en 1985, poco menos de diez años antes que mi suegro. Como sé que el pasado siempre viene a decirnos algo más, celebré el espíritu investigador para decodificar una madeja carente del primer hilo y por el momento del sentido sobre esa búsqueda.

Acaso tan ridículo como el falso homenaje de noventa años para quien se murió chiquicientos días antes sin conocer a sus nietos, ni resolver el entuerto de su único héroe aviador. Frederick también había trabajado como administrativo.


El legado incluye medallas (de dudosa procedencia, entiendo), más el obsesivo cuidado de sus estampillas. Algunas frases hechas “No news, good news”, la voz entonando Jack and Jill, más las alusiones al gin-tonic. Y por supuesto la pícara sonrisa del que no dice, pero si no todas, supo abrir unas cuentas puertas.      


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