No existe un solo día en que no me cruce a Juan Carlos, el
vecino de la esquina. Después de jubilarse en Telefónica el tiempo libre parece
haberlo convertido en saludador serial. Voy al banco y allá aparece el flaco de
pelo ceniza, en pantuflas y camisa a cuadros, con su andar cansino acompañado
de Cuquita, una caniche densa de ladrido afónico.
Voy al banco, y surge Juan Carlos. Entro al supermercado del
Chino y aparece Juan Carlos con su infaltable "¿Qué hacés Ariel?. Corro
hacía la estación para alcanzar el Roca que se me va, y a lo lejos veo la mano alzada de Juan
Carlos, saludándome.
“Sos tan parecido a
tu viejo”, se animó una vez charlatán nombrando al innombrable de la familia.
“Eduardo era un tipazo, cantaba tango, bailaba el rock. Pobre tus abuelos, el
día que les dijo que se mudaba a Brasil, no entendieron nada”. Como siempre la
confianza abre puertas de ambos lados, así Juan Carlos se animó y me consultó
por Davito, pariente de Ranelagh,
fanático de las palomas. “Sí, sigue”, le cuento a propósito de la pasión
colombófila. “¿No te diste cuenta? Acá mismo yo tuve mi palomar”, agrega y
señala el balconcito de su casa, con cierto rubor. “Son unos bichos estupendos.
Te acompañan, saben guiarse. Son fieles y compañeras”.
“Y sí, ¿no viste como deja su vereda y la de al lado toda
enchastrada?. Yo no sé cómo Karina no lo mandó a cagar. Que polenta, miguitas
con leche, hasta carne les da”, confirma Gladys que le sacó las fichas mucho
antes. “Fijate que la mujer se raja temprano para el laburo y él cero bola. Me
contó Dora que el día de las carreras, le sugería que se fuera de la suegra
porque su presencia lo distraía. Loco de atar”.
Gladys no estaba tan equivocada. No por el enchastre, si no
respecto de la salud de Juan Carlos. De hecho, sin mucho ruido ni ceremonia, un
día la polaca lo dejó y desde ese momento lo perdimos de vista.
Solo una vez lo vi acariciar a una bravía grisesita.
“Columba livia”, definió a su “turquita”, tal como bautizó a una de sus
preferidas.
Claro que el dato me lo dijo mucho antes, cuando estaba en
sus cabales. De golpe el típico 'chau', devino en gorjeo. La mano extendida
cambió en sostener la vista firme con ojos bien abiertos. Hasta finalmente
permanecer encerrado en su pajarera. Recién con la caída de la tarde se le
animaba a la calle para alimentar a una veintena de pichonas.
“Buenas tardes vecinos, por favor no se asusten con lo que
pasa en la esquina, pero evidentemente JC no está bien”, informó Roberto al
grupo de whatsapp de la cuadra. Y con razón, el flaco se arrastraba en el piso,
blandiendo su nariz para ganarle la batalla a sus rivales, hasta rescatar la
miga más grande. ¿Qué es ese brazalete que lleva en el tobillo?, consultó
Marita, la más pendiente de las cámaras. “Son anillas”, explicó don Arturo, ahí
a las corredoras les ponen los mensajes. Alguien convino en buscar a su hermana
Esther al Barrio Marítimo para evitar que el tema no pase a mayores. A las
cuatro horas, la gente del loquero de la zona, lo subió a un auto con
delicadeza. “No va a tener problemas”, explicó Mercedes con los ojos rojos,
“tiene cobertura médica”.
Como toda desgracia, supuse que el tiempo acallaría la pena
de su ausencia. Pero durante la tarde del día siguiente, la esquina de la 156
se desbordó. No eran 20, ni 30 las palomas acurrucadas esperando su cena, si no
cerca de doscientas. “Llamá a la municipalidad”, fue la orden que
intercambiábamos unos y otros buscando una solución. "El intendente no quiere quilombo,
reconoció sensato Arturo. Que Esther vaya a buscarlo". Cerca de la
medianoche, Juan Carlos llegó en pantuflas y con otra camisa a cuadros pero con
el logo de la Clínica San Martín. Y habló.
“Déjenme solo con ellas”, pidió sin quitarles la vista,
mientras seguían sumándose otras de manera sincronizada, como una versión
suburbana de Hitchock. El cuadro apuró el despeje de vecinos y Juan Carlos se
sentó en cuclillas viendo como las chicas se le acercaban. “Váyansé”, ordenó. Y
obedecimos.
Dormí poco y nada. Sé que por pedido de Esther apagaron la
cámara. A la mañana siguiente, un par de gatos se paseaban por encima de un
colchón de plumas de casi 120 metros de extensión. Vi manchas de sangre y lo
que creí reconocer como un par de ojos con el iris color naranja. La mayoría se
ve que eran de competición. De Juan Carlos ni una señal. Apenas su brazalete,
enredado en una de sus pantuflas recostada en la entrada de una canaleta.
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