Parece que ya no hay lugar ni motivación para apuntar a los molinos de viento. Ni siquiera se habla de sueños. Lógico, el tiempo los reemplazó con mirar y mirar.
Mirar el bienestar de
los otros desde Instagram y las reacciones que generan con comentarios que
también generan reacciones, así en modo
moebius. Mirar Netflix, ahora más parecido al viejo cable donde el zapping
aletarga las chances de la aventura onírica y las propuestas se digieren cual
sobrantes de pochoclo.
Mirar podcasts, memes, gifts, peleas en twitter, en la tele.
Por momentos esa obsesión por trabajar la vista en las acciones de los otros, me
recuerda a mi abuela con la cortina callejera a medio abrir, compensando su
actitud chuzmeril en el barrio, con la decidida
determinación de dejar de ser protagonista de su propia vida, para pensarse en
las voluntades de los otros.
Ya no hay interés por encontrar una empatía que nos haga si
no mejores; sentir que vamos a algún horizonte. ¿Cuál horizonte? Las pantallas
se abandonan apenas de vez en cuando, si observamos las nubes como un acción
simétrica, despegamos el mentón del modo confesional adoptado (contemplando
hacia abajo, la pose más vaga del uso del celular) y buscamos el arriba, cual
reflejo religioso. Dios murió, no importa o sencillamente se salió del hashtag
y de la agenda, si levantamos la vista es por un torpe recuerdo.
Claro que el horizonte no está arriba, si no adelante.
En mucho debe incidir además la pandemia, los comentarios y
chistes o ilusiones de amigos con quienes debatíamos de modo furibundo nuestros
destinos, resurgen sólo a cuentagotas, como un grito que termina sumido en la
torpe voz ante la potencia o la recurrencia del bostezo.
¿Te acordás cuando imberbes nos proyectábamos
revolucionarios, por el simple hecho de que la palabra nos gustaba?
Uy ahí empieza con la queja nostálgica, la de ser viejo.
No entendés nada.
¿Qué es eso de molinos de viento? Ah, ya sé, ventiladores de
techo. No hacen falta, si el viento va y viene, en cambio, la luz, la luz no es
permanente. Y hoy lo que nos toca es ver. Como ya dije, un choreo en una cámara
barrial compartida en aburridos noticieros, un streaming con nuestras estrellas
y sus expresiones congeladas intentando convencernos de que "hay ficción,
hay música, hay algo al menos".
Pensemos un rato al menos en los Quijotes cercanos: Walter
White, Capusotto, Gravois (sí, ya sé a los puristas no les gusta incluir a la
política en los sueños) y salgamos o armemos algo, un grupo, una radio, una
pintura comunitaria, un menú colectivo, un picadito.
Una revolución solidaria.
Hagamos de los últimos (¿por qué no suponerlos así?) días de
la pandemia una cura de sueño. Y entre ese necesario descanso que nos aliviane
el estrés, preparémonos para salir al ruedo. Como sobrevivientes aventureros.
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