domingo, febrero 28, 2021

Aunque no estén...


Semana de pérdidas. Balas que pican cerca.


Justamente hoy, para alivianar el análisis, se acabó el pino de Séptima. No se trata de un perfume, ni de una intervención doméstica. Si no del árbol centenario ubicado a escasos metros de casa.

Con esto de decir que uno escribe para no olvidar (mentira, uno escribe para que no lo olviden) yo no quiero que el barrio que se volvió distante, anónimo y hasta silencioso, escatime un epitafio respecto de esta intrusa especie erigida por décadas, que tanta sombra nos dio a los vecinos y tanto refugio a los pájaros de la región.

 

Y como no podía ser de otro modo, el trabajo intermitente de los jardineros cerró o concluyó más ensordecedor que nunca. Bordeadoras nafteras, largos serruchos y martillos de tan buen peso como compás, apuraron la mañana y asesinaron la siesta.

Y sí, con casi nueve meses decapitado a la espera de la estocada final el árbol de Séptima pedía un necesario y definitivo reposo. De hecho, ahora hay una inconmensurable atmósfera celestial, producto de ese vacío que nos deja. Por supuesto que nada será gratuito. Probablemente el verde sea reemplazado por el autorizado y municipal gris de Dúplex hacinadores de ajenas voluntades e historias que en nada se parecerán a la mujer que precedió a Octavia. Paradójicamente la última hermana que murió más joven. En cambio, la dueña del intruso conífero tuvo la dicha de acariciar los cien (se fue antes de la pandemia). Sí hasta superó los 94 de mi abuela. Recuerdo los rimbombantes 90 de Séptima y Dora criticona. "A vos te parece, pizza de menú", se quejó, acaso celosa con el festejo. Ambas habrán sido partícipes de esos amores y odios que se maceran con la inevitable compañía del tiempo. Entre quienes ven a esposos e hijos despedirse y a sus mañas entreverarse en los albores de las densas y pastosas rutinas.


 

 

Aquí en Argentina (o al menos en el conurbano) la muerte de un árbol no se honra ni se celebra. A gatas, saludamos a los nuestros en sus aniversarios y nos reunimos a regañadientes, muchas veces por que sí.

 

A mí me gustó darle un último adiós al árbol que bailoteaba ante vientos amenazantes y ascendía centímetro a centímetro cada 365 días. Que aquellos que se queden con su trofeo, por ahora dormido en un conteiner, hagan de su fuego una bendición. Por caso, en esta despedida pido que tu pino, Séptima se lleve definitivamente el virus.

 

 

 

 


No el virus, si no el dolor, también esta última semana se quedó con el alma de dos personas queridas.

Jóvenes ambas y de universos descubiertos. Es decir, no de los que crecen con uno y como una disciplina inevitable acompañan nuestra evolución en un club, un barrio, una iglesia, una profesión. Si no de gente descubierta y querida porque sí, porque se dio, porque resultaron tanto o más inquieta que uno.

 

Uno es Guille Overal, para mí, el papá de Rodri. Con él compartimos el crecimiento de nuestros hijos varones y sus sábados futboleros. Ahí vi a su hijo vía instagram rescatando una hermosa foto de ambos a distancia, despidiéndolo a quien fue su “primer superhéroe". Pispeé un par de veces la imagen porque no lo podía creer. Guille, entiendo, era más joven que yo. "Un ACV," me explicó luego Ramón, otro socio del ritual paterno. Los tres y alguno que otro papá, desde nuestro terruño, entre mosquitos y vivas a partir de las gambetas de nuestros vástagos, también no nos conformábamos con lo vivido y, sin tanta pretensión, aspirábamos a un mundo más peronista. No tanto desde la militancia, si no del laburante que se quiere proyectarse en una tierra mejor.





Guille era un experto en alegorías breves pero siempre graciosas. Y de algún modo, Rodrigo también había tomado la posta. No era tan fana de Independiente como su hijo y yo, pero alguna vez fuimos los tres más Saverio a ver al Rojo. Ese día, el dios Bocha nos bendijo y posó sin dudar. Algunas veces organizábamos asados en Ducilo y dejamos que la mañana se hiciera tarde, con ganas de creer que la felicidad duraría al menos hasta la caída del sol. Abrazo desde aquí a Adriana su mujer y al ahora aspirante a periodista, hasta que el fútbol nos devuelva la memoria de la carcajada del Guille, por alguna sandunga o vaya a saber qué moco de nuestros torpes matungo con aspiración a ascender. Y sí, también nos tocó compartir esa etapa negra del Rojo. Los gratos momentos siempre tienen sus menesteres.

 

 

 

Por último y sin necesidad de las líneas medidas y cuasiprofundas de los avisos fúnebres de La Nación, despido a Adriana Magallán, la teacher quien a los 61 partió justo el mismo día de su cumpleaños. Apenas 24 horas antes del domingo pasado, la voz de una de las mujeres más entusiastas y alegres que conocí, resonó rara desde su wsp. Bueno, al menos creí oírla o imaginarla desde las líneas que vi escritas. En verdad, era su hija Stephy quien me anoticiaba a mí entre tantos, respecto del estado de su madre. "Está en terapia intensiva y muy grave", describió sin que esa imagen pudiera meterse en mi cabeza. "Adriana no", me dije. La teacher, la que me amanecía el celular con gits coloridos, frases motivadoras, algún chiste zarpado de vez en cuando y por supuesto una sonrisa de boca en boca, con una alegría que emparentaba risa con belleza. La teacher no.

Llamé buscando una voz que pudiera contradecir a aquella muchacha que diez años atrás se proyectaba en mi profesión y que un día se coló en la redacción de Diario Perfil, pidiéndome consejos, por expresa recomendación de su madre. Pero no, nadie atendió.

 

Al día siguiente, el lunes pasado, después de que facebook me informase de la fecha de su cumpleaños, se confirmaba su fallecimiento. Quise escribir algo en su muro:

 


"Impensado suponerte sin sonreír, aún en los momentos difíciles. Remabas cada clase con clase y cada charla con humor e inteligencia. Adriana, Teacher, de las personas necesarias que con un par de gestos cambiaban el ánimo, como por arte de magia. Qué absurdas las palabras frente a la ausencia. Mañana o pasado no me llegará el saludo de buen día, una canción inolvidable, una recomendación para mejorar el inglés. Pero sobretodo me resisto a entender que la mirada pícara y risueña no estará ahí para siempre. Es mi defecto de suponer que la gente querida tiene el changüí de la inmortalidad. Que sigas presente en el aire de todos los que te queremos bien".

 

Adriana tenía sus temas y eso engrandece más su espíritu. Era jovial, medio busca, la conocí por esas cosas de la vida  diez años atrás cuando equivocadamente, Perfil ofreció cursos virtuales de inglés, vaya uno a saber por qué canje. "Good Morning", soltaba ella a las ocho de la mañana e invitaba a una conversación, pensando más en la inquietud del alumno que en la rigurosa hoja de ruta de sus clases.

Como siempre, el profesionalismo y la buena onda no van en paralelo con la evolución y devolución de las empresas. La teacher emprendió su camino, antes de quedarse de brazos cruzada esperando las migajas. Luego estudió radio, me contó que le gustaba el teatro, compartió sus interrogantes sobre las cuestiones del amor, la convivencia, el devenir, la política. Muy de derecha o proyanki por momentos. Gorila siempre. Los cafés de Dalí, creo, sirvieron para ratificar una amistad extraña de esas de gente que no la tiene atada pero gusta del hablar por que sí. Justamente la semana pasada vi que el café donde también solía encontrarme con mi amigo Cappiello cerró definitivamente.

Involuntariamente ese lugar me remitía a mi amiga profesora. Espectadores de marchas troskas, debí rendirme luego de comprobar su devoción y conocimiento de series como Mad Men y otras tantas americanas. En eso yo llegaba tarde. Últimamente las cuestiones económicas, la salud propia y la de su marido, se colaban en las charlas esporádicas. La risa le costaba un poco más, decía que no se veía bien, se quejaba de su peso y de las magras ofertas laborales, que se habían estancado entre su emprendimiento virtual docente y no sé qué financiera petrolera donde colaboraba eventualmente.

Si lo cuento es porque celebro a la gente que no se rinde, que se reinventa, como ella.

 

Bueno, la semana pasada esas penas inexplicables que embargan los minutos, reaparecieron de tanto en tanto. Hoy, ya sin el pino, ni el Guille, ni la Teacher, sorteo la hora fatal del domingo.

Escribo para no olvidar.

Sé que aunque no estén, están.



    

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