Semana
de pérdidas. Balas que pican cerca.
Justamente
hoy, para alivianar el análisis, se acabó el pino de Séptima. No se trata de un
perfume, ni de una intervención doméstica. Si no del árbol centenario ubicado a
escasos metros de casa.
Con
esto de decir que uno escribe para no olvidar (mentira, uno escribe para que no
lo olviden) yo no quiero que el barrio que se volvió distante, anónimo y hasta
silencioso, escatime un epitafio respecto de esta intrusa especie erigida por
décadas, que tanta sombra nos dio a los vecinos y tanto refugio a los pájaros
de la región.
Y
como no podía ser de otro modo, el trabajo intermitente de los jardineros cerró
o concluyó más ensordecedor que nunca. Bordeadoras nafteras, largos serruchos y
martillos de tan buen peso como compás, apuraron la mañana y asesinaron la
siesta.
Y
sí, con casi nueve meses decapitado a la espera de la estocada final el árbol
de Séptima pedía un necesario y definitivo reposo. De hecho, ahora hay una
inconmensurable atmósfera celestial, producto de ese vacío que nos deja. Por
supuesto que nada será gratuito. Probablemente el verde sea reemplazado por el
autorizado y municipal gris de Dúplex hacinadores de ajenas voluntades e
historias que en nada se parecerán a la mujer que precedió a Octavia. Paradójicamente
la última hermana que murió más joven. En cambio, la dueña del intruso conífero
tuvo la dicha de acariciar los cien (se fue antes de la pandemia). Sí hasta
superó los 94 de mi abuela. Recuerdo los rimbombantes 90 de Séptima y Dora
criticona. "A vos te parece, pizza de menú", se quejó, acaso celosa
con el festejo. Ambas habrán sido partícipes de esos amores y odios que se
maceran con la inevitable compañía del tiempo. Entre quienes ven a esposos e hijos
despedirse y a sus mañas entreverarse en los albores de las densas y pastosas
rutinas.
Aquí
en Argentina (o al menos en el conurbano) la muerte de un árbol no se honra ni
se celebra. A gatas, saludamos a los nuestros en sus aniversarios y nos
reunimos a regañadientes, muchas veces por que sí.
A
mí me gustó darle un último adiós al árbol que bailoteaba ante vientos
amenazantes y ascendía centímetro a centímetro cada 365 días. Que aquellos que
se queden con su trofeo, por ahora dormido en un conteiner, hagan de su fuego
una bendición. Por caso, en esta despedida pido que tu pino, Séptima se lleve
definitivamente el virus.
No
el virus, si no el dolor, también esta última semana se quedó con el alma de
dos personas queridas.
Jóvenes
ambas y de universos descubiertos. Es decir, no de los que crecen con uno y
como una disciplina inevitable acompañan nuestra evolución en un club, un
barrio, una iglesia, una profesión. Si no de gente descubierta y querida porque
sí, porque se dio, porque resultaron tanto o más inquieta que uno.
Uno
es Guille Overal, para mí, el papá de Rodri. Con él compartimos el crecimiento
de nuestros hijos varones y sus sábados futboleros. Ahí vi a su hijo vía
instagram rescatando una hermosa foto de ambos a distancia, despidiéndolo a
quien fue su “primer superhéroe". Pispeé un par de veces la imagen porque no
lo podía creer. Guille, entiendo, era más joven que yo. "Un ACV," me
explicó luego Ramón, otro socio del ritual paterno. Los tres y alguno que otro
papá, desde nuestro terruño, entre mosquitos y vivas a partir de las gambetas de
nuestros vástagos, también no nos conformábamos con lo vivido y, sin tanta
pretensión, aspirábamos a un mundo más peronista. No tanto desde la militancia,
si no del laburante que se quiere proyectarse en una tierra mejor.
Guille
era un experto en alegorías breves pero siempre graciosas. Y de algún modo,
Rodrigo también había tomado la posta. No era tan fana de Independiente como su
hijo y yo, pero alguna vez fuimos los tres más Saverio a ver al Rojo. Ese día,
el dios Bocha nos bendijo y posó sin dudar. Algunas veces organizábamos asados
en Ducilo y dejamos que la mañana se hiciera tarde, con ganas de creer que la
felicidad duraría al menos hasta la caída del sol. Abrazo desde aquí a Adriana
su mujer y al ahora aspirante a periodista, hasta que el fútbol nos devuelva la
memoria de la carcajada del Guille, por alguna sandunga o vaya a saber qué moco
de nuestros torpes matungo con aspiración a ascender. Y sí, también nos tocó
compartir esa etapa negra del Rojo. Los gratos momentos siempre tienen sus
menesteres.
Por
último y sin necesidad de las líneas medidas y cuasiprofundas de los avisos
fúnebres de La Nación, despido a Adriana Magallán, la teacher quien a los 61
partió justo el mismo día de su cumpleaños. Apenas 24 horas antes del domingo pasado,
la voz de una de las mujeres más entusiastas y alegres que conocí, resonó rara
desde su wsp. Bueno, al menos creí oírla o imaginarla desde las líneas que vi
escritas. En verdad, era su hija Stephy quien me anoticiaba a mí entre tantos,
respecto del estado de su madre. "Está en terapia intensiva y muy
grave", describió sin que esa imagen pudiera meterse en mi cabeza.
"Adriana no", me dije. La teacher, la que me amanecía el celular con
gits coloridos, frases motivadoras, algún chiste zarpado de vez en cuando y por
supuesto una sonrisa de boca en boca, con una alegría que emparentaba risa con
belleza. La teacher no.
Llamé
buscando una voz que pudiera contradecir a aquella muchacha que diez años atrás
se proyectaba en mi profesión y que un día se coló en la redacción de Diario
Perfil, pidiéndome consejos, por expresa recomendación de su madre. Pero no,
nadie atendió.
Al
día siguiente, el lunes pasado, después de que facebook me informase de la
fecha de su cumpleaños, se confirmaba su fallecimiento. Quise escribir algo en
su muro:
"Impensado
suponerte sin sonreír, aún en los momentos difíciles. Remabas cada clase con
clase y cada charla con humor e inteligencia. Adriana, Teacher, de las personas
necesarias que con un par de gestos cambiaban el ánimo, como por arte de magia.
Qué absurdas las palabras frente a la ausencia. Mañana o pasado no me llegará
el saludo de buen día, una canción inolvidable, una recomendación para mejorar
el inglés. Pero sobretodo me resisto a entender que la mirada pícara y risueña
no estará ahí para siempre. Es mi defecto de suponer que la gente querida tiene
el changüí de la inmortalidad. Que sigas presente en el aire de todos los que
te queremos bien".
Adriana
tenía sus temas y eso engrandece más su espíritu. Era jovial, medio busca, la
conocí por esas cosas de la vida diez
años atrás cuando equivocadamente, Perfil ofreció cursos virtuales de inglés,
vaya uno a saber por qué canje. "Good Morning", soltaba ella a las
ocho de la mañana e invitaba a una conversación, pensando más en la inquietud
del alumno que en la rigurosa hoja de ruta de sus clases.
Como
siempre, el profesionalismo y la buena onda no van en paralelo con la evolución
y devolución de las empresas. La teacher emprendió su camino, antes de quedarse
de brazos cruzada esperando las migajas. Luego estudió radio, me contó que le
gustaba el teatro, compartió sus interrogantes sobre las cuestiones del amor,
la convivencia, el devenir, la política. Muy de derecha o proyanki por momentos.
Gorila siempre. Los cafés de Dalí, creo, sirvieron para ratificar una amistad
extraña de esas de gente que no la tiene atada pero gusta del hablar por que
sí. Justamente la semana pasada vi que el café donde también solía encontrarme
con mi amigo Cappiello cerró definitivamente.
Involuntariamente
ese lugar me remitía a mi amiga profesora. Espectadores de marchas troskas,
debí rendirme luego de comprobar su devoción y conocimiento de series como Mad
Men y otras tantas americanas. En eso yo llegaba tarde. Últimamente las
cuestiones económicas, la salud propia y la de su marido, se colaban en las
charlas esporádicas. La risa le costaba un poco más, decía que no se veía bien,
se quejaba de su peso y de las magras ofertas laborales, que se habían
estancado entre su emprendimiento virtual docente y no sé qué financiera
petrolera donde colaboraba eventualmente.
Si
lo cuento es porque celebro a la gente que no se rinde, que se reinventa, como
ella.
Bueno,
la semana pasada esas penas inexplicables que embargan los minutos,
reaparecieron de tanto en tanto. Hoy, ya sin el pino, ni el Guille, ni la Teacher,
sorteo la hora fatal del domingo.
Escribo
para no olvidar.
Sé
que aunque no estén, están.
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