miércoles, noviembre 30, 2016

El anagrama de argentinos, Rozas, Palermo


Mañana cualquiera en los albores del año o lo que queda de noviembre. Me despierto y Rivera con su fraseo engaña mi vista en una oración. Leo argentinos, ahí donde dice sangriento. Sí, un anagrama perfecto que decido escupir en facebook.
Mi amiga Karina (Nismann) con más clase devuelve mi descubrimiento con otro: ignorantes.
Rozas, el de El Farmer, se cuela temprano en la estela de lo que dejó Canal Encuentro, tras su renovación. Ahí está nada menos, el maestro Andrés, persiguiéndome (mentira que es casualidad) junto a De la Serna y Pompeyo. Hay otros escritors, Kohan, Sáenz Quesada, Gamberro y un escenario presto a ser armado de la obra que ya había visto a comienzos de este año.
Hay preguntas sobre el efecto endiablado del prócer bonaerense. El escritor que me subyuga cuenta en este documental argentino (¿sangriento?) que Rosas conocía como pocos el pasto de cada terrateniente por su sabor. Qué guacho este Juan Manuel y qué turro don Andrés, siempre con más cartas en la manga que el resto.
Veo la casa del restaurador en Palermo, hacerse trizas por orden del gobierno argentino, allá en 1899 para encausar la historia y colocar en lugar de la grieta de entonces, un majestuoso monumento de Don Faustino.
¿Hay alguien que sea capaz de responderle a este hombre?, se preguntó el Supremo según los historiadores entrevistados, notablemente molesto con el Facundo que aludía a su persona.
Otro tira que Rivera sacó del destierro de la palara a ese hombre que tantos “Viva Rosas” enorgullecieron a los hijos ¿confundidos? del peronismo.
Veo al Turco, sí Menem devolviéndolo a su tierra para eternizar el maleficio de nuestro noble país. Nadie entierra los dolores, ni se atenúan en el exilio, apenas disimulan o se aquietan por un tiempo.
A mil revoluciones les corresponden mil grietas y así, sucesivamente.
Con la llegada del hombre, un nuevo monumento, éste a caballo se erige en 3 de febrero para enfrentarse arquitectónicamente al gran Sarmiento, que había reemplazado la vivienda del derrotado.
Por un instante siento ganas de cambiar la caminata cerca de la mezquita que me propuse por estos días y visité hace años (Saverio chiquito, en patas, corriéndola y deleitándose con esa alfombra gigante que se expandía por el edificio sagrado) para mis fotos torpes (así me salen) de los dos hombres en cuestión enfrentados.
Me imagino con el sol abrasador porteño esquivando los maullidos del botánico, los estruendos del metrobus y la reconstrucción sarajevoquiana (¡que tul!) de la Ciudad. Eludir la maldecida (así me gusta llamarla) Rural y, por fin llegar a esa arena donde la puesta vale nuestra historia entre polvo de ladrillo emprolijado y árboles cuidadosamente preservados.
Sin embargo, la perspectiva modifica mis preconceptos y, por ende, a este texto. Una pareja hippie se refresca en la fuente del monumento del maestro que dobla y triplica en tamaño al del tirano, con su caballito grotesco. Ahí un par de laburantes descansa, hasta que el fuego del mediodía lo obliga a cambiar.
Ahí están los dos, uno dueño de la palabra hoy olvidado del sentido educativo y liberador (ése que después incomodó a nuestra burguesía) y otro, cual macho pero en silencio, haciéndole el juego al siempre cuestionable valor descripto como argentinidad.
Uno y otro conviven acá y  allá lejos la “ignorancia” del terruño que poco o nada sabe a plata. Lugar que no da para semejantes y extinguidos sujetos.  

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