jueves, septiembre 22, 2016

Rivera, ahora traslasierra

Ayer nomás, terminé "Hay que matar", viendo a su protagonista Byron Roberts, o Nadie, o el comisario de El Sur del Sur, montándose en lo que reconoció como su patria, rumbo a un ineludible final.

Hoy, en horas liquidé "Traslasierra", otra novela corta del 2007, confirmando que con su escritura austera, Andrés Rivera logra muirnos en conflictos trascendentes, capaces de reducir a lo efímero razones existenciales. ¿Será el germen marxista? Lo ignoro, pero el tipo desborda las ideologías, las razas, la psicología, con mano artesanal.
Por eso quiero compartir otro párrafo. El libro alude a los 70, a esta Córdoba maldita que banca en silencio las voluntades de Luciano Benjamín Menendez, pero fundamentalmente al recuerdo en voz alta de un nazi barilochense, sobre su pasado, su mujer abandonada y ultrajada en la Moscú roja y el de su hija Rebeca. Ella también exhuma interrogantes complejos.
Enjoy it

...Mi padre, que es uno de los jefes de la Colonia Dignidad, y uno de sus fundadores, allá, en el sur de Chile, me bautizó con el nombre de Rebeca. Rebeca Schrader.

Mi padre,

Gerhard Schrader, coronel de la Wehrmacht, fue uno de los miles y miles de oficiales del ejército alemán, de las SS y de la Gestapo que retrocedieron de Stalingrado a Berlín, diezmados, masacrados, mutilados miles de ellos, por un rabioso Ejército Rojo. No perdonaron a nadie, los bolcheviques, escuché decir a mi padre, en un largo crepúsculo chileno, y tan nerudiano como se le podía antojar a la adolescente que yo era.

Quemaron, con lanzallamas, aldeas enteras, molinos, galpones con mucho trigo y muchas vacas. Las quemaron hasta que las cenizas oscurecieron la luz y las reverberaciones de la primavera de abril. No perdonaban los mongoles.

Mataron a mujeres, abuelas, chicos, perros, gatos, con saña e insaciable alborozo, al grito de “Alemania debe desaparecer”, hasta que Stalin, desde el Kremlin, dijo: “La historia indica que los Hitlers vienen y van, pero el pueblo y el estado alemanes permanecen”. Astuto.Muy astuto. Stalin había leído, con provecho, al judío Marx, y transmitía esa lectura a sus malditos soldados, hijos de perra.

Y llegaron a Berlín, los soviéticos, dijo mi padre, Gerhard Schrader, en San Carlos de Bariloche, en una de las hermosas cabañas de las hermanas Irina y Ángela Mangerdhorfer, cuando aún parecía tan sano, vital y eterno como las montañas andinas que había cruzado desde Colonia Dignidad para visitarme.

Una recomendación de Schrader bastó para que las hermanas Mangerdhorfer me adoptaran, de hecho, como a una hija. Eran, desde 1939, dueñas de una vasta extensión de campo, casi a la altura de Puerto Montt, en Chile, pero del lado argentino.

Melancolía en los largos, crudos inviernos del Sur. Pero Irina y Ángela me protegían, y también Otto, el único hijo de Irina, un hombre de trato exquisito, pero que podía matarte de un solo golpe. Yo desayunaba, almorzaba y cenaba en la casa de Irina y Ángela y, en algunas noches de ese invierno, dormí con Otto. Heilige Nacht, llamaba Otto a esas noches. No, no eran noches de paz, pero él y yo las gozábamos como si ésas fueran las últimas noches de nuestras vidas.

Las hermanas Irina y Ángela agasajaron a Schrader con una cena alemana, de esas cenas que Schrader disfrutó en Salzburgo, su ciudad natal, cuando él era un joven oficial de los ejércitos del Führer, en 1940, y lucía un hermoso uniforme y botas de cuero, que su asistente, “un pasmado campesino bávaro”, lo llamó Gerhard, lustraba por horas y horas.

No faltaron, en la cena de las hermanas Irina y Ángela, salchichas gruesas como jóvenes ramas de árbol, y cerveza negra y schnaps.

Schrader prendió su pipa y nos dijo que las hordas de Stalin rodearon Berlín, y sus cañones y sus tanques, miles y miles de cañones y miles y miles de tanques, bombardearon la ciudad noche y día.

Schrader fue destinado a ser uno de los pocos oficiales fieles que debían cuidar el búnker donde se habían refugiado Hitler y Eva Braun.

Schrader guardó silencio un largo momento.

–Nosotros confiamos en la blitzkrieg.Y nos dio resultados espléndidos en El Alamein, en las Ardenas, en Europa. Ellos, los asiáticos, en el fuego del cañón. Aprendieron de Kutusov que, en 1812, enfrentó a Napoleón y lo venció con una desvencijada artillería.

Schrader sabía, en ese búnker, que generales de la Wehrmacht habían establecido contactos, en Suecia o en Suiza, con jefes militares y diplomáticos americanos e ingleses para lograr una paz por separado.Y dijo que, así, quizá, se evitaría la disgregación de Alemania.

–Buen tabaco, el americano –dijo Schrader, y largó una bocanada de humo–. Del sur de Norteamérica, ¿se entiende? –Y ése fue todo el comentario que le escuchamos acerca de las negociaciones con los representantes de Roosevelt, Churchill y Eisenhower.

Le pregunté a Schrader, esa noche, en la casa de Irina y Ángela, por qué yo llevaba un nombre judío.

–Por qué yo me llamo Rebeca –le pregunté.

Irina, Ángela y Otto me miraron en silencio, turbados, tal vez, por lo que, probablemente, consideraron una herejía.

Schrader sonrió. Eso creo. Que sonrió. Eso creyeron Irina, Ángela y Otto. Pero nunca hablamos de qué hubo en la cara de Schrader en esa cena de invierno u otoño, en San Carlos de Bariloche.

Schrader dijo que el ejército alemán ocupó Polonia. Y que él comandó uno de los regimientos que entraron a Varsovia con el consentimiento y la aprobación de los nobles y los aristócratas de ese país que aún recordaban a Trotsky y los patíbulos que levantó en su marcha de semita petulante hasta las murallas de la ciudad. Lo recordaban con sus anteojos de intelectual y su arrogancia. Recordaban su cargo de comisario de guerra de los soviets y sus gestos de un exegeta de Danton.

En el gueto de Varsovia, Schrader, sin custodia alguna, caminó por sus estrechas, malolientes calles. Olía a orines, a pescado podrido, a bar mitzva. A mierda, nos dijo el hombre que era mi padre.

Entonces, la vio. Rebeca era una muchacha de pelo rubio, de ojos azules o, quizá, grises: ¿qué importa qué color tenían sus ojos? Pero, eso sí: una cara perfecta y un cuerpo perfecto.Y su altura era la de una muchacha de las juventudes hitlerianas. De las más distinguidas entre las distinguidas de ellas. Botín de guerra.

Schrader le ordenó que juntase sus cosas, si es que poseía algo que apreciara. Rebeca no se inmutó: le respondió a Gerhard, en una mezcla de alemán tosco pero comprensible e idish, que con lo que llevaba puesto le alcanzaba.

Schrader la llevó a un hotel polaco 5 estrellas, fuera del gueto, qué duda cabe, y la anotó como Rebeca Schrader...

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