Volviendo a lo de Joyce, de golpe me veo tirado en esos colchones callejeros y porteños escribiendo sin parar, sin razón. Como un piano, insisto. La actitud se equipara, se sostiene en otro departamentito cheto con una anciana dispuesta dirigiéndose por que sí con una carta prolija al anónimo cartonero que la espía, la acompaña, la ensombrece en su soledad. “Estimado cartonero”, arranca y el delirio de su introducción, arranca una carcajada a ese que no soy y que está tirado en la calle garabateando sus delirios para olvidar eso de vivir “abandonado a su suerte” (a mi suerte, si fuera ese).
Entonces, la señora que depositó prolijamente la carta, pensando en otro, me ve a mi, o bueno, cree ver al tipo (alterego) que imagino recostado en el porche de su edificio y, en lugar de colocar el sobrecito a un costado de sus bolsas, luego de contemplarme de arriba abajo, me lo entrega.
Por respeto a la honorabilidad de sus líneas y la privacidad que significa una correspondencia privada, no voy a revelar su contenido. Sí, diré en cambio, que el relato de Luisa (hago esta concesión de revelar su nombre, aunque pueden permitirse desconfiar de tal autenticidad, sospechando que se trata de uno elegido al azar, para sortear la situación del efecto producido por la carta, antes que de la persona en sí que la escribió) Decía que el relato de Luisa me hizo lagrimear como un boludo. Hace rato que no entro en ese estado de congoja, de angustia incontenible. Bueno, eso la tipa lo logró. Andá a saber si me remitió a los mejores momentos de mi vieja. Mnn, no por ese lado no fue, sólo puedo revelar que la mujer había sufrido mucho más que el tipo ese que cada noche se paseaba con tres pibes (eso supe por la carta). Y bue, así son las historias clasistas no? Los que tienen ingresos auspiciosos y un pasado de escrituras y escudos, siempre son más atractivos que esos cuya piel curtida por el sol menos amable, debe lidiar entre olores y adoquines.
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