¡Y claro que no somos todos iguales, me lo vas a decir a mí!, exclamó Albeiro Usuriaga López de Riveira cerrando de golpe la puerta maciza que desplegó un sonido rugoso por toda la habitación. Afuera resonaban los taquitos de su mamacita bajando las escaleras. Entonces, lanzó un resoplido intenso, había hecho lo suficiente para sentirse amo y señor.
Aquellos atributos se dieron gradualmente. A partir de la
firma del contrato, ‘Sombra’ - como lo
bautizó un dirigente gallego y fanfarrón del club, poco convencido de su
incorporación-, logró imponer de entrada las reglas de convivencia a sus
compatriotas de Cali, en el flamante departamento de Balvanera.
Afuera también impuso condiciones a los nuevos compañeros de
futbol. Simpático y comprador, al mulato le alcanzaba con la vida nocturna. Y
todos lo aceptaban. A un crack se lo respeta.
Distinta actitud reflejó puertas adentro. Primero cambió las
cortinas y los muebles. Después eliminó los espejos y lo que resultó peor,
obligó a los residentes a renovar sábanas y toallas. “¿Pero chico, quieres
convertirnos en vampiros?”, le soltó Wilfredo fastidiado con las nuevas ideas
de su amigo, reconvertido en desconocido socio.
“Es eso o la calle”, propuso agrandado tras recibir su
primer salario. A la mañana siguiente sus pares salseros se mudaban a
Constitución. Apenas habían pasado dos meses juntos y ya liberado recordó una
breve expresión de su madre, que transformó a su antojo. “Si con el número dos
nace la pena, con la soledad, llega lo bueno”, se convenció.
Descartó comprar un televisor. “Que la luz la pongan las
churritas”. Además en casa había tenido
suficiente con las noticias. Buenos Aires surgió para escaparle al dolor y a
los velatorios de familiares y amigos. La actualidad para los políticos y los
pobres.
En cambio, por recomendación de su representante, aceptó
instalar un centro musical y un tocadiscos. Ambos, de color opaco hacían juego
con la nueva disposición. Voló también el espejo del baño. Buscó una cama de
dos plazas y prestó atención a sus compañeros del plantel al momento de pensar
en proveedores. ‘¿Por qué no hablás con el motonauta de Electrolux? Ahí tenés
de todos los tamaños y colores. Si no podés pedir descuento en Héctor Pérez
Pícaro”, le sugirió Pascualito Rambert.
El lungo y cobrizo delantero obedeció. Mesas y sillas
azabache, azulejos combinando verde petróleo con grafito. Todo perfecto.
El tema era la luz. Ese reflejo invasor que se expande y lo
lastima. Alguna vez leyó acerca de las bondades de una lámpara de Wood o algo
por el estilo ultravioleta que irradiaba una energía sin alterar la visión,
pero la sola mención de la palabra rayos le daba pavor. Temía que cualquier reflejo genere reacciones
en la piel y él era un experto a la hora de evitar exponerse. De hecho, en
Domínico algunos lo miraban raro cuando esquivaba el sol del mediodía, después
de entrenar. Igual bastaba su sombrero o una bandana colorida para frenar las
preguntas. “Con esa facha, todo te va”, lo elogiaba Perico.
Tampoco faltaba aquel del chiste fácil. “Vos sí que no tenés
dónde tostarte”, le largaba alguno para hacerlo calentar. Y Sombra lejos de
enojarse, estaba chocho. “Por qué te creés que me mudé a esta ciudad gris”,
pensaba sin decirlo mientras exhibía su compradora sonrisa.
Acaso ese gesto recurrente, tanta amabilidad exagerada al
exponer su enorme y blanquecina dentadura, haya partido su percepción sobre lo
cotidiano. Afuera y adentro dejó de ser un planteo binario, para decantar en
una cuestión sensorial.
De golpe, Albeiro abandonó la noche fácil para quedarse en
casa mirando la nada. “Che Sombra estás caído, ¿te pasa algo?”, lo apuraba Garnero
al verlo serio. El problema se agravó en primavera. Tosco, taciturno, distante,
el colombiano hacía todo lo posible para ser reemplazado antes del segundo
tiempo. Ahí sí, sin pasar por el vestuario, evitaba que el entusiasmo por
rajarse lo dejara expuesto. Entonces, saltaba hasta su negra perlada Renault
Fuego y en siete minutos llegaba a su casa.
Abría la puerta y se desnudaba, liberando sus movimientos en
el cuarto, según la voluntad del reflejo expandido desde el gran ventanal,
aunque conocía el espacio de memoria y no necesitaba más. Ponía ‘Bye Bye Black
Bird’ de Davis y Coltrane y apretaba la vista como de chico, mientras dejaba
llevar sus pensamientos, guiados por su preferida bebida transparente. De a
ratos, no sabía si estaba dormido o despierto, con ojos cerrados o abiertos.
Entonces lanzaba su risa seductora a contraluz del balcón y aliviado ratificaba
que estaba vivo.
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