lunes, julio 03, 2023

4 SOMBRA



¡Y claro que no somos todos iguales, me lo vas a decir a mí!, exclamó Albeiro Usuriaga López de Riveira cerrando de golpe la puerta maciza que desplegó un sonido rugoso por toda la habitación. Afuera resonaban los taquitos de su mamacita bajando las escaleras. Entonces, lanzó un resoplido intenso, había hecho lo suficiente para sentirse amo y señor.

Aquellos atributos se dieron gradualmente. A partir de la firma del contrato, ‘Sombra’   - como lo bautizó un dirigente gallego y fanfarrón del club, poco convencido de su incorporación-, logró imponer de entrada las reglas de convivencia a sus compatriotas de Cali, en el flamante departamento de Balvanera.

Afuera también impuso condiciones a los nuevos compañeros de futbol. Simpático y comprador, al mulato le alcanzaba con la vida nocturna. Y todos lo aceptaban. A un crack se lo respeta.

Distinta actitud reflejó puertas adentro. Primero cambió las cortinas y los muebles. Después eliminó los espejos y lo que resultó peor, obligó a los residentes a renovar sábanas y toallas. “¿Pero chico, quieres convertirnos en vampiros?”, le soltó Wilfredo fastidiado con las nuevas ideas de su amigo, reconvertido en desconocido socio.

“Es eso o la calle”, propuso agrandado tras recibir su primer salario. A la mañana siguiente sus pares salseros se mudaban a Constitución. Apenas habían pasado dos meses juntos y ya liberado recordó una breve expresión de su madre, que transformó a su antojo. “Si con el número dos nace la pena, con la soledad, llega lo bueno”, se convenció. 



Descartó comprar un televisor. “Que la luz la pongan las churritas”. Además en casa  había tenido suficiente con las noticias. Buenos Aires surgió para escaparle al dolor y a los velatorios de familiares y amigos. La actualidad para los políticos y los pobres.

En cambio, por recomendación de su representante, aceptó instalar un centro musical y un tocadiscos. Ambos, de color opaco hacían juego con la nueva disposición. Voló también el espejo del baño. Buscó una cama de dos plazas y prestó atención a sus compañeros del plantel al momento de pensar en proveedores. ‘¿Por qué no hablás con el motonauta de Electrolux? Ahí tenés de todos los tamaños y colores. Si no podés pedir descuento en Héctor Pérez Pícaro”, le sugirió Pascualito Rambert.

El lungo y cobrizo delantero obedeció. Mesas y sillas azabache, azulejos combinando verde petróleo con grafito. Todo perfecto.

El tema era la luz. Ese reflejo invasor que se expande y lo lastima. Alguna vez leyó acerca de las bondades de una lámpara de Wood o algo por el estilo ultravioleta que irradiaba una energía sin alterar la visión, pero la sola mención de la palabra rayos le daba pavor.  Temía que cualquier reflejo genere reacciones en la piel y él era un experto a la hora de evitar exponerse. De hecho, en Domínico algunos lo miraban raro cuando esquivaba el sol del mediodía, después de entrenar. Igual bastaba su sombrero o una bandana colorida para frenar las preguntas. “Con esa facha, todo te va”, lo elogiaba Perico.

Tampoco faltaba aquel del chiste fácil. “Vos sí que no tenés dónde tostarte”, le largaba alguno para hacerlo calentar. Y Sombra lejos de enojarse, estaba chocho. “Por qué te creés que me mudé a esta ciudad gris”, pensaba sin decirlo mientras exhibía su compradora sonrisa.

Acaso ese gesto recurrente, tanta amabilidad exagerada al exponer su enorme y blanquecina dentadura, haya partido su percepción sobre lo cotidiano. Afuera y adentro dejó de ser un planteo binario, para decantar en una cuestión sensorial.

De golpe, Albeiro abandonó la noche fácil para quedarse en casa mirando la nada. “Che Sombra estás caído, ¿te pasa algo?”, lo apuraba Garnero al verlo serio. El problema se agravó en primavera. Tosco, taciturno, distante, el colombiano hacía todo lo posible para ser reemplazado antes del segundo tiempo. Ahí sí, sin pasar por el vestuario, evitaba que el entusiasmo por rajarse lo dejara expuesto. Entonces, saltaba hasta su negra perlada Renault Fuego y en siete minutos llegaba a su casa.



Abría la puerta y se desnudaba, liberando sus movimientos en el cuarto, según la voluntad del reflejo expandido desde el gran ventanal, aunque conocía el espacio de memoria y no necesitaba más. Ponía ‘Bye Bye Black Bird’ de Davis y Coltrane y apretaba la vista como de chico, mientras dejaba llevar sus pensamientos, guiados por su preferida bebida transparente. De a ratos, no sabía si estaba dormido o despierto, con ojos cerrados o abiertos. Entonces lanzaba su risa seductora a contraluz del balcón y aliviado ratificaba que estaba vivo.

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