lunes, agosto 17, 2020

Joan Didion y sus serpientes (también las nuestras, las de todos)

 

Contemplar The Center Will Not Hold en Netflix representa descubrir a Joan Didion, cronista imprescindible de los 70 en USA. Aquí comparto dos notas que ilustran su asfixiante y encantador universo.


Parte de la vida y la obra de esta escritora y periodista, que reflejó como pocos los movimientos contraculturales de los 60, se presenta en un documental de Netflix: Joan Didion: The Center Will Not Hold. 

La veremos casi siempre así: sentada en el sillón blanco de su departamento neoyorquino. El plano no se abrirá más allá de donde sus manos se extiendan cuando intente recordar, explicar o remarcar algo. Vestirá el mismo saquito gris, de lana, con una fina cadena de oro encima. La melena le caerá ordenada, sin preocupación. Tenerla así de cerca, tan al frente nuestro, nos remarcará su vejez con insistencia: los dientes amarillos, la mirada líquida. Desde esa distancia calculada, y durante la corta hora y media que dura el  documental Joan Didion: The Center Will Not Hold (disponible en Netflix)escucharemos las memorias retaceadas de esta brillante autora estadounidense que en 1979 escribió: “Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir”. Esta vez,  como ya lo ha hecho antes en sus libros, ella repasará la suya sin autocompasión: una historia signada por la pérdida, los hallazgos, el amor y las serpientes.

Para los lectores/fans de Didion, el material recopilado por su sobrino Griffin Dunne, director de la cinta, quizá no resulte del todo revelador, pues el principal hilo conductor de este perfil tardío son algunos de los textos con los que la escritora empezó a forjar, a finales de los años 60, su acertada fama de observadora elegante, sagaz y hasta neurótica. Leídos por gente de su entorno y por ella misma, los fragmentos de sus piezas periodísticas van apareciendo como la música de fondo de imágenes de archivo que no llegan a ser tan sugerentes como su prosa quirúrgica. Basta un ejemplo: en 1967, allí donde el resto del mundo contemplaba a los hippies como un movimiento contracultural en su máximo esplendor, Didion, en su magnífica crónica Arrastrarse hacia Belén, lo definía como “el intento desesperado, por parte de un puñado de muchachos patéticamente desprovistos de recursos, de crear una comunidad en medio de un vacío social”. Si por algo importa tanto retratarla es porque ella, como pocas, ha sabido desentrañar las decepciones intrínsecas de esa y otras tantas utopías. 

“La extrañeza de Estados Unidos se metió en sus huesos y salió del otro lado de la máquina de escribir”, dice convencido el crítico y escritor Hilton Als, para quien Didion logró construir una narrativa sin concesiones sobre el desequilibrio de una época. Como él, otros críticos, otros amigos y otros familiares van acumulando opiniones halagadoras sobre ella, así como también van exponiendo detalles más cercanos al cotilleo que a las verdades íntimas. Su editora Shelley Wanger, para muestra, cuenta que Didion es tan perfeccionista que cuando está atascada con una historia, guarda el manuscrito en la refrigeradora. La escritora Susanna Moore, que vivió con Didion en Hollywood durante un tiempo, recuerda que siempre la veía bajar a la cocina, muy tarde a la mañana, completamente sedienta: “Bebía una Coca-Cola fría, usaba gafas de sol y no hablaba”. Así, el mito, la mujer y la autora se apretujan en una misma cinta que intenta, sin ningún disimulo, convertir a Didion en lo que ya es desde hace mucho: un ícono pop.

Pero aún con sus costuras y omisiones, la película —sensiblemente musicalizada por Nathan Halpern— también nos regala momentos conmovedores. Uno de ellos ocurre cuando su sobrino le cuenta al oído qué pasó cuando se conocieron y ella, con la mirada dislocada por la emoción, se ríe como una niña a la que se le relata, por primera vez, los secretos del mundo. Otro sucede cuando ella y su amiga Vanessa Redgrave, sentadas una junto a la otra, revisan un álbum de fotos y rememoran —ya sin dolor— a sus muertos. Al igual que la poeta Elizabeth Bishop, Joan Didion aprendió a dominar el arte de perder: en 2003 murió John Gregory Dunne, su amigo, su compañero, su mejor lector; dos años después, la que falleció fue Quintana, su hija adoptiva. De aquellos episodios traumáticos para cualquier mortal nacieron dos de sus mejores y más luminosos libros: El año del pensamiento mágico (2005) y Noches azules (2011). En ellos, la mujer frágil a la que veremos retirarse a paso lento a su habitación despliega una de sus reflexiones más íntimas, sensatas y temerarias: que los miedos, los benditos miedos, son apenas serpientes a las que hay que saber mirar de frente.

*De El Espectador


Vivir es nadar entre serpientes: retrato de Joan Didion **


«—Adelante— le dijo el asistente social—. Es una mujer muy fuerte.»

Estas palabras fueron el preludio de la noticia. Certificaban lo que Joan Didion ya sabía. Anticipaban aquello que esperaba escuchar pero que más tarde se negaría a creer: John Gregory Dunne, su marido, había muerto.

«Me pregunté qué se le permitiría hacer a una mujer nada fuerte. ¿Venirse abajo? ¿Necesitar sedación? ¿Gritar?»

***

El documental que Netflix acaba de estrenar, Joan Didion: the center will not hold, es un delicado retrato de la escritora, dirigido por su sobrino, Griffin Dunne, y realizado desde lo inmediato de la estima y el dolor compartidos. No hay pretensión de objetividad, tampoco de rebuscar entre los silencios interesados de ella. Es literalmente un documental filmado por alguien cuyo primer recuerdo de Joan Didion es la serenidad respetuosa y distraída con la que esta evitó reirse de él: un niño de 5 años que iba con un testículo fuera del bañador.

El film empieza con una pregunta cuya respuesta marcará la interpretación de todo el documental, y nos obligará a releer la obra de Didion desde esa idea, desde esa imagen. En un solo intercambio de palabras, la escritora no solo demuestra su ferocidad analítica, sino que revela una visión del mundo áspera y violenta.

Su sobrino le pregunta si las serpientes que aparecen en sus últimos textos simbolizan inconscientemente el hacerse mayor. Mientras está articulando su interrogación, Didion no deja de mirarlo. Sus ojos son tan vidriosos que parece que va a estallar a llorar en cualquier momento. Sin embargo, su respuesta es inmediata e inquietante.

«Sí, creo que simbolizaba eso. Pero las serpientes aparecían en mi obra de madurez porque siempre pensaba en ellas. Tenía que evitarlas. ¿Tú tienes serpientes?»

Extrañado por la contrapregunta, su sobrino contesta que no, que no tiene serpientes. Ella insiste, señalándole que vive en el campo. Él vuelve a negarse: algunas veces mata alguna, pero no las tiene.

«Si matas una serpiente es que la tienes», concluye ella, y es la primera vez que vemos sonreír a Joan Didion.

***

Tres días después de que su marido muriera, Didion abrió un documento Word («Notas sobre el cambio.doc») y dejó anotadas las siguientes ideas.

«La vida cambia deprisa.

La vida cambia en un instante.

Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba.

La cuestión de la autocompasión.»

Leyendo este extraño listado, es difícil no pensar en el presente como una amenaza, en la cotidianidad como una enorme pradera plagada de serpientes. Didion recuerda un dicho de los episcopalianos: en mitad de la vida, estamos en la muerte.

Y esto es la serpiente. Porque la serpiente es un peligro omnipresente, atávico. La serpiente es una muerte que surfea la superficie de nuestra vida y de golpe salta, rebasa los límites de lo esperado y nos muerde, nos mata.

Verde sobre verde, siempre nos ataca en un «instante normal», cuando no lo esperábamos, cuando la muerte no tiene el menor sentido. Y la fría epifanía que Joan Didion parece querer revelarnos es la otra cara de esta familiaridad aparentemente inofensiva: ha comprendido que no hay instantes normales, que vivir es nadar entre serpientes.

«Este es mi intento de asimilar el período que vino a continuación: las semanas y después los meses que se llevaron por delante cualquier idea fija que yo pudiera tener de la muerte, de la enfermedad, de la probabilidad y de la suerte, tanto buena como mala; del matrimonio, los hijos y los recuerdos; del dolor y las formas en que la gente afronta y no afronta el hecho que la vida se termina; de lo superficial que es la cordura, de la vida en sí misma.»

***

En la reseña que The New Yorker ha dedicado al documental, Rebecca Mead destaca dos momentos cruciales, dos ejes desde los cuales acercarse al retrato de Joan Didion desde otra perspectiva.

Por un lado, la impresionante respuesta que suelta la escritora cuando su sobrino le pregunta qué sintió cuando al encontrarse frente a frente con una niña de cinco años colocada de ácido. Están rememorando su pasado como articulista, cuando se ocupó de retratar y comprender los años de la contracultura.

Didion empieza la frase, pero entonces duda. Podemos suponer que por su cabeza están cruzando todas las respuestas que cabría esperar ante semejante situación: impotencia, miedo, rabia, incomprensión. Pero lo que suelta ella es muy distinto, y entonces comprendemos hasta qué punto Joan Didion es y sigue siendo periodista.

«No lo negaré, era buen material». Literalmente: «it was gold». Y prosigue: «en resumidas cuentas, das tu vida por momentos así si estás trabajando en un artículo. Para bien o para mal.»

Por otro lado, Mead habla de un silencio constante, de una ausencia que debe leerse entre líneas: la muerte de su hija Quintana, que siguió a la de su marido. Es cierto que Didion ha hablado de ello, e incluso le ha dedicado un libro, Noches azules. Tampoco en el documental escatima comentarios sobre su muerte.

Pero cuando habla de Quintana siempre se muestra más contenida, más tajante, como si en su interior albergara una pena o una culpa indecibles, que no hubiera sido capaz de conceptualizar con su escritura, que no hubiera podido comprender a pesar de las palabras.

***

«Llevo toda la vida siendo escritora. Y en calidad de escritora, ya de niña, mucho antes de que empezaran a publicarme lo que escribía, desarrollé la sensación que el significado en sí residía en los ritos de las palabras, las oraciones y los párrafos, técnicas para ocultar lo que fuera que yo pensaba o creía detrás de una pátina cada vez más impenetrable. Mi forma de escribir es mi forma de ser, o la forma en que he acabado siendo […] En este caso las palabras no me bastan para encontrar los significados. En este caso necesito que lo que yo pienso y creo sea penetrable, al menos para mí misma.»

***

En el documental, el cuerpo de Joan Didion se revela terriblemente frágil. Está demasiado delgada —tras la muerte de Quintana llegó a pesar tan solo 37 kilos— y las venas le recorren los brazos como ríos caudalosos, violentos y negros afluentes que se esfuerzan por desbordarle la piel.

Su vulnerabilidad evidente contrasta, sin embargo, con la corporalidad de sus explicaciones, con la física expresión con la que acompaña todas sus palabras. Mientras habla, recuerda o reflexiona, siempre en voz alta, mueve los brazos como si quisiera moldear sus pensamientos, como si estos tuvieran una existencia más allá de lo mental y pudiera esculpirlos con sus manos.

Viéndola desenvolverse, sometiendo el mundo a la fuerza de sus gestos, uno entiende por qué el asistente social le dijo a los médicos de urgencias que Joan Didion era una mujer fuerte. Quizá era simplemente un expresión formularia: Quizá no. Porque la materialidad de su carácter, la frialdad con la que explica y se explica el dolor, nos permite intuir que es precisamente la fragilidad de la existencia —saberse nadando siempre entre serpientes— lo que la obliga a vivir en una lucha constante.

En mitad de la vida estamos en la muerte, y no hay instante normal alguno. La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante.


** Del Portal PlayGround

1 comentario:

  1. Muy bueno; muchas gracias por compartirlo.
    Vi el documental hace un tiempo, y fue un descubrimiento de los buenos.

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