Algún día aprenderé a cebar mejores mates, a batir bien el
café, a hacer mejores asados, a no colgarme con los horarios y con esas ideas
peligrosas que me encandilan y se cuelan por todos lados.
A atarme los cordones, creo que ya no.
Intentaré ganar mi primer millón y lo malgastaré de manera inversamente
proporcional al tiempo que me llevó juntarlo. Todo al 17 y así hasta encontrar
otra buena razón para apuntar a un segundo millón, si sobrevivo, claro.
Algún día aprenderé a tocar la mejor canción nunca escrita y
presta a ser cantada como corresponde. Porque aunque les cueste admitirlo y aún
sin probarme demasiado, sepan todos ustedes que cantando me la banco. Bueno, si no la toco, a poner la mejor voz hasta morir.
Aprenderé a desbordarme de proyectos, concretándolos,
viajaré mucho por los destinos menos convenientes (Londres puede esperar)
Haré un gol de esos estúpidos con toque sutil, de los que
dejan caliente al adversario y lo gritaré con pulmones, garganta y todas las
letras como quien acusa al rival de cobarde, festejo que lastima.
Alguna vez cometeré el primer crimen
O a enfrentar la que venga. A molernos a palos
hasta sangrar. Sobrevive el que sigue de pie y estaré ahí parado para ver
el resto de la historia.
Y si no, me dejaré abrazar por el frío de la derrota, que me
cobije todo el tiempo que haga falta en el suelo, aunque en secreto y a sabiendas de la ignorancia de mi rival, como esa lápida impoluta y gigantesca del Cementerio de Espeleta, podré predecir lo que su muerto y
su deseo fulgurante gritó en letras doradas "me levantaré". Inigualable imagen que, les aseguro hasta el pariente más culpogeno de la cripta, Ya repuesto, un buen baño no vendrá mal y a calzarse la lista de propósitos para ir camino a ser ex
convaleciente.
Y a cargar al entorno y atravesar el infinito de dudas y
miedos y que la ruta haga por muchas horas el resto de nosotros. Y a putear el auto y
el recurrente dolor de espaldas hasta frenar en ese campo inconmensurable y
lleno de girasoles obedientes a la luz de la madrugada. Erguidos los amarillos hasta que el reflejo solar los
abandone y yo, y los nuestros, testigos de tal energía y de su injusto ocaso.
Y partiré en busca de un pueblito perdido a alojarme en algún hotelucho, con el
menú del día que seguramente no será ni el mejor, ni el más fresco pero sí el
necesario para acumular pilas.
Aprenderé a discutir, a escribir, a no menospreciar a los
demás (ni menospreciarme) y me zambulliré en esas piletas de Pirámides, en
cualquier cama, en una nueva pasión dañina.
Nadaré y cabalgaré otros mares (y males) bravíos y seré
filibustero, ladrón, comandante o compadrón. Y nadie necesitará escucharme y las palabras se habrán
esfumado de mis precipitadas vacilaciones.
Y la soledad será un desierto de
horizontes, tan ancho como mis brazos extendidos y allá lejos, el espejismo de
un oasis, para volver de nuevo a otra batalla que me diga buen día.
Y a intentar otro café, más mates fallidos y asados a las
apuradas.
Todo así.
Hasta el final.
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