viernes, agosto 16, 2013

De chico tuve mi GPS

Y no hablo de la filcar o de la Lumi, sino de ese recorrido automático que uno solía repetir para divisar aquello que le interesaba. Allá hace muuy lejos, las caminatas a la Escuela 10, se hacían de taquito. Mi GPS, no te indicaba ningún monumento histórico, ni zonas de peligro, aunque uno sabía qué convenía eludir. La casa de la gorda pirucha, alternaba sorpresas según su malhumor y quedaba en mi esquina, a 50 metros, las amigas de mi vieja que supieron ser hippies (o eso creía) pero extrañamente menos habitables o sin ruidos a discos como el lugar que me había quedado en la retina.
Un poco antes pero de la misma vereda, un carnicero canchero (¿existe otro que no lo sea?) y enfrente los Isusi (4), más Carlos Padre y Edith (personaje), alternaban fútbol, ideología y por qué no, disciplina (¿Cómo no tenerla con semejantes criaturas?)
Para ser justos, unos metros antes los Romanin, familia cristiana, laburante y perfecta, cautivaban por su número (¡eran como ocho hijos!) y sus hijas. Amigas, pero en la sinrazón de la infancia, también deseables.
La callle Salta era una incógnita, si uno elegía seguir por Luis María Campos derecho. Si no, el mercadito era una buena medida para cortar camino, aunque a la ida siempre era más practico evitar la Avenida Mitre.
Había una piba que parecía varón y que años más tarde generaría gran bolonqui en un retiro espiritual, por impulso y por la "apertura mental", de quienes impartían sus clases de moral.
La casa de la gallega (terrible y con caracúlica invariablemente), las pibitas de guardapolvo blanco, esa especie de tunel-pasillo que bordeaba la escuela en perpendicular como un Caminito sarandinense. La puerta a la escuela a esperar que nos abren (bueno, eso no cambia, salvo que ahora en vez de putearte para que entres les da lo mismo).
Nada decía el GPS de los recreos aunque uno tenía mentalmente bien cronometrado el momento del timbre, la distancia precisa en relación aula-recreo y los minutos exactos para rajarse. Los sujetos amigables eran detectados con apenas un par de palabras y los despreciables podían durar cinco años, aunque no existieran advertencias sugiriendo caminos alternativos para esquivarlos.
La velocidad del regreso dependía del interés más que del libre tránsito. Los partidos en el potrero justificaban la carrera desmedida para la vuelta, incluso la postergación de la merienda y las tardes ociosas entre la barra del barrio estaba sujeta más al capricho de los padres por obligarnos la vuelta, que por ofertas tecnológicas hogareñas.
La posibilidad de escuchar un tema o el principio de la canción, o cuanto menos, la parte que más había gustado, podía demorar días o semanas (si la cantaba alguno reconociéndola tenía más valor que el original, como quien puede sumar a un amigo en esa proyección mágica llamada música) y la obsesión por recorrer hasta 15 cuadras para atravesar la casa de "la piba que me gusta" no entendía ni de calendario ni de recomendaciones paranarcisistas ("pero si no te da bola, si nunca le hablaste").
Las bicicletas eran naves exclusivas, compartidas sólo pa`las piruetas y los animales, víctimas preferidas para toda hijoputez (en definitiva, éramos pibes che). El terraplen, un objetivo a desmoronar, las vías del tren, un viaje de ida peatonal y el fin del día un fastidio.
Los adolescentes eran todos cancheros que la daban de sabiondos como padres, los viejos, respetables aunque vinagres, las mujeres "todas buenas" y las hermanas de los amigos, una ilusión bien guardada.
GPS, no es google earth, pero también lo teníamos, acaso se relaciona más con mis amigos directos, pero lo cuento otro día, si pinta satélite.



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