miércoles, diciembre 16, 2020

¿Pasaste por Alburqueque?




No hace falta ser muy sabio para descubrir en las primeras dos o tres tomas de Mank, aún en blanco y negro que ese desierto y cierto patetismo o despojo al transitarlo con la cámara, resulte familiar.

Es que la feligresía de BB y BCS aprendimos a transitar Alburqueque y aledaños, a través de los vaivenes anímicos de Walter, la paciencia del calculador Mike y hasta nos dimos un porrazo en las afueras de esas tramposas colinas, compartiendo el dolor de una pasada de rosca de Kim y su obsesión por el trabajo.

Ni que decir de Jimmy bebiendo sus fluidos por cuestiones de supervivencia o del bueno de Nacho yendo y viniendo a merced de la voluntad, primero de Gus y más tarde de Lalo.

Y nada es inocente en esto de que nos resulta familiar, más allá de ser consumidores o adictos de series de antihéroes inmorales.

 


Fundada en 1706 por una colonia de españoles, ubicada en el Estado de Nueva México, la ciudad que honra a un virrey bien hubiese sido la mejor válvula de escape para cualquiera de nuestros piratas del asfalto o algunos de los drogones masoquistas deseosos de una falsa recuperación.

 


Pero no, los acontecimientos suceden ahí, en el proyecto irregular que filmó David Fincher, donde Gary Oldman se calzó la piel del guionista de Orson Welles, quien debió recluirse fuera del glamour hollywoodense hasta darle aire al memorable Ciudadano. En ese paisaje tosco y expulsivo que hasta remite a los áridos westerns, arriba Herman J. Mankiewicz (Mank) luego de un accidente automotor para hacerlo su morada. Para el caso, tiente todo lo que necesita un escritor: dos muchachas a disposición  (una enfermera y una secretaria) y alcohol a voluntad, papel, lápiz y la infaltable aunque pesada premisa de terminar su trabajo a contramano del tiempo.

 

Ese déficit que emparienta la tarea con el deber ser del periodismo: trabajar y producir a cuentas, de publicar, de cobrar, de esperar alguna repercusión, de trascender.

 


Pero esto que hoy escupo no se ajusta a la vida del hombre a las espaldas del gran Orson, si no de Alburqueque. Yo que tengo debilidad por los desiertos, los elijo sin demasiada razón. Como si por fin en ellos la sombra de los proyectos y errores pudiesen terminar confundidos entre oleadas de arena o, como en este caso, en el medio de tanto musgo irregular de este lado de la tierra.

Disímil geografía, la soñada allá de médanos prolijos, romántico albergue del discípulo de Mahoma, con sus camellos y tuaregs azules. Acá la real, con cactus dolientes, zapatillas incómodas,  malos tipos sin glamour y por supuesto, ninguna buena estrella como guía.

 

Bien, la banda de nuestra legión chandleriana me invita a proyectar un próximo viaje cuando salga de la pandemia.

¿Qué tal Alburqueque?

¿Qué onda los puestos de celulares en el medio de la nada? ¿las empresas fantasmas? ¿los inmigrantes afortunados y los autóctonos jactándose de nada? Si fuera todo esto no sé si valdría la pena. Hay mucha de esta fauna ya vista en el Oeste y Sur de la Buenos Aires profunda y cercana.

 


Sin embargo, siempre vale lo ajeno para encontrarse mejor con uno. Recorrer un camino confuso sin entender del todo cuál será la pregunta para llegar al otro lado o al final de la ruta. ¿Tiene sentido? ¡Claro! acaso más que permanecer con el cancionero de siempre hecha muletilla o las recurrentes fake news que aburren e imponen indefectiblemente conversaciones y sentidos.

 

Y así como Mansilla y sus viajes, como las experiencias que mintió Salgari, decir yo sí que me he perdido y pude rescatarme. Ahí, en un lugar de nombre de medicamento. Donde nacen y mueren las ideas, donde el sol gobierna la vista y el dinero (o su falta) duele hasta las tripas.

Allá vamos entonces. Por ahí, hasta te cruzás con Jimmy y te propone hacer de extra de algún delirio rentable.




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