No
hace falta ser muy sabio para descubrir en las primeras dos o tres tomas de
Mank, aún en blanco y negro que ese desierto y cierto patetismo o despojo al
transitarlo con la cámara, resulte familiar.
Es
que la feligresía de BB y BCS aprendimos a transitar Alburqueque y aledaños, a
través de los vaivenes anímicos de Walter, la paciencia del calculador Mike y
hasta nos dimos un porrazo en las afueras de esas tramposas colinas, compartiendo
el dolor de una pasada de rosca de Kim y su obsesión por el trabajo.
Ni
que decir de Jimmy bebiendo sus fluidos por cuestiones de supervivencia o del
bueno de Nacho yendo y viniendo a merced de la voluntad, primero de Gus y más
tarde de Lalo.
Y
nada es inocente en esto de que nos resulta familiar, más allá de ser
consumidores o adictos de series de antihéroes inmorales.
Fundada
en 1706 por una colonia de españoles, ubicada en el Estado de Nueva México, la
ciudad que honra a un virrey bien hubiese sido la mejor válvula de escape para
cualquiera de nuestros piratas del asfalto o algunos de los drogones
masoquistas deseosos de una falsa recuperación.
Pero
no, los acontecimientos suceden ahí, en el proyecto irregular que filmó David
Fincher, donde Gary Oldman se calzó la piel del guionista de Orson Welles,
quien debió recluirse fuera del glamour hollywoodense hasta darle aire al
memorable Ciudadano. En ese paisaje tosco y expulsivo que hasta remite a los
áridos westerns, arriba Herman J. Mankiewicz (Mank) luego de un accidente
automotor para hacerlo su morada. Para el caso, tiente todo lo que necesita un
escritor: dos muchachas a disposición (una enfermera y una secretaria) y alcohol a
voluntad, papel, lápiz y la infaltable aunque pesada premisa de terminar su
trabajo a contramano del tiempo.
Ese
déficit que emparienta la tarea con el deber ser del periodismo: trabajar y
producir a cuentas, de publicar, de cobrar, de esperar alguna repercusión, de
trascender.
Pero
esto que hoy escupo no se ajusta a la vida del hombre a las espaldas del gran
Orson, si no de Alburqueque. Yo que tengo debilidad por los desiertos, los
elijo sin demasiada razón. Como si por fin en ellos la sombra de los proyectos
y errores pudiesen terminar confundidos entre oleadas de arena o, como en este
caso, en el medio de tanto musgo irregular de este lado de la tierra.
Disímil
geografía, la soñada allá de médanos prolijos, romántico albergue del discípulo
de Mahoma, con sus camellos y tuaregs azules. Acá la real, con cactus
dolientes, zapatillas incómodas, malos
tipos sin glamour y por supuesto, ninguna buena estrella como guía.
Bien,
la banda de nuestra legión chandleriana me invita a proyectar un próximo viaje
cuando salga de la pandemia.
¿Qué
tal Alburqueque?
¿Qué
onda los puestos de celulares en el medio de la nada? ¿las empresas fantasmas?
¿los inmigrantes afortunados y los autóctonos jactándose de nada? Si fuera todo
esto no sé si valdría la pena. Hay mucha de esta fauna ya vista en el Oeste y
Sur de la Buenos Aires profunda y cercana.
Sin
embargo, siempre vale lo ajeno para encontrarse mejor con uno. Recorrer un
camino confuso sin entender del todo cuál será la pregunta para llegar al otro
lado o al final de la ruta. ¿Tiene sentido? ¡Claro! acaso más que permanecer
con el cancionero de siempre hecha muletilla o las recurrentes fake news que
aburren e imponen indefectiblemente conversaciones y sentidos.
Y
así como Mansilla y sus viajes, como las experiencias que mintió Salgari, decir
yo sí que me he perdido y pude rescatarme. Ahí, en un lugar de nombre de
medicamento. Donde nacen y mueren las ideas, donde el sol gobierna la vista y
el dinero (o su falta) duele hasta las tripas.
Allá
vamos entonces. Por ahí, hasta te cruzás con Jimmy y te propone hacer de extra de
algún delirio rentable.
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