viernes, enero 12, 2018

Mis trenes



Con la arbitrariedad que nos/me caracteriza y acaso porque el amigo Gerard Hofman me refrescó la memoria con su interés por las vías férreas o la importancia de los trenes, decidimos encarar esta nueva edición de Quemiras, dedicándoselo al noble transporte.



Nací en un barrio de vías gruesas, de hecho la fábrica más importante se erige al lado de la estación como ratificando el sentido de nuestra suburbana revolución industrial.



Pero el destino o los duelos hormonales de mis padres, me trasladaron a otra ciudad más cercana (tomando siempre a la Capital como referencia) y con los rieles circundándome el cerebro, el amado terraplén, para los que solíamos alternar picaditos de potrero con lanzamiento de tapas de latas, como bumeranes peligrosos. Es que el viaducto Sarandí quedaba a unos ¿50, 70 metros? por sobre el nivel del mar, o en criollo del piso; así que el Roca terminaría siendo ese sonido de fondo con el que se sacudieron, temblaron y acunaron las mejores y peores modorras de la infancia.



Al escuchar el tema de Metheny, probablemente a Uds. no les signifique nada, la guitarrita y sobretodo su atmósfera adormece hipnóticamente y apuesto a que cualquiera podría quedarse planchado en este mismo instante con ese traqueteo liviano de un ritmo que parece monocorde.

Así es viajar en tren.

En el de escapadas por ratearse, aquel con nuestros ojos devenidos en doses de oros para absorber las mejores imágenes y reconvertirlas en potenciales recuerdos.

Ahí estamos cruzando las vías en barra, caminándolas desafiantes, mucho antes de Cuenta conmigo.



Ahí figura Tanguito y su osadía de enfrentar a la máquina criminal.



Pero también hay un viaje a Jujuy, de un día y pico de duración.

“Bajen las persianas que pasamos por Rosario y vienen los cascotes”, sugerían en años alfonsinistas y la advertencia del guardia separaba a los pobres viajeros ferroviarios, de los más pobres espectadores que contemplaban al Estrella del Norte, antes de que el turco lo cierre.



A no quejarse, también compartimos litera en pareja, durante Nápoles rumbo a Sicilia; de golpe aquel vagón angosto se colmó de transeúntes de lenguas diversas. Como en Constitución o en el Mitre, puedo decir también con orgullo que fui partícipe de un Babel móvil a la europea.

Trenes a Chascomús, trenes a la costa, tren de Roma a Barcelona, con una pareja colombiana, felices ellos de esquivar a la seguridad, exhibiéndonos un delirante video, donde la policía cómplice "Guzmana", compartían sus líneas con los noviecitos viajeros.

Ultimo tren desde Lomas para regresar a casa, 23.35. Caballo loco eh, nada de electrificado.

Así están los numerosos testimonios de edades variadas contándonos su desgracia con sólo arrojar su cuerpecito contra este mastodonte. Como Polo. El querido Polo.

Bueno, el programa de hoy hablará de trenes. De correr trenes, de su magia. Todavía recuerdo a la encantadora Judy Davis, jovencita ella, revoleando sus bucles colorados en Pasaje a la India. Ese tren como otros miles me los debo.

Hubo otros trenes, fantasma, que me los guardo para otro delirio. Pero sí el último lo compartí con mis hijos chiquitos en uno de nuestros parque de diversiones de dudosa nobleza y garantía.

Triste pérdida la de esas felicidades gozadas desde los márgenes. Auténticas, de poca guita y mucha adrenalina.



Los audaces chetos se imaginan haciendo el amor en el aire, yo prefiero el ritmo acompasado y conciliador de los trenes. Sin importar de donde venga. Antes, por supuesto de bajarse en Sarandí, mi  viaducto.

Entonces en lugar de cruzar la Mitre, te das una pausa en los Tres ases, una porción de muza-fainá, un tintillo helado y así, de parado, despejando la transpiración de ese impensado orgasmo de cuerina sucia y postura incómoda, de dejar marcas imborrables, como cualquier viaje en tren.

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