Con la arbitrariedad que nos/me caracteriza y acaso
porque el amigo Gerard Hofman me refrescó la memoria con su interés por las
vías férreas o la importancia de los trenes, decidimos encarar esta nueva
edición de Quemiras, dedicándoselo al noble transporte.
Nací en un barrio de vías gruesas, de hecho la fábrica
más importante se erige al lado de la estación como ratificando el sentido de
nuestra suburbana revolución industrial.
Pero el destino o los duelos hormonales de mis padres,
me trasladaron a otra ciudad más cercana (tomando siempre a la Capital como
referencia) y con los rieles circundándome el cerebro, el amado terraplén, para
los que solíamos alternar picaditos de potrero con lanzamiento de tapas de
latas, como bumeranes peligrosos. Es que el viaducto Sarandí quedaba a unos
¿50, 70 metros? por sobre el nivel del mar, o en criollo del piso; así que el
Roca terminaría siendo ese sonido de fondo con el que se sacudieron, temblaron
y acunaron las mejores y peores modorras de la infancia.
Al escuchar el tema de Metheny, probablemente a Uds.
no les signifique nada, la guitarrita y sobretodo su atmósfera adormece
hipnóticamente y apuesto a que cualquiera podría quedarse planchado en este
mismo instante con ese traqueteo liviano de un ritmo que parece monocorde.
Así es viajar en tren.
En el de escapadas por ratearse, aquel con nuestros
ojos devenidos en doses de oros para absorber las mejores imágenes y
reconvertirlas en potenciales recuerdos.
Ahí figura Tanguito y su osadía de enfrentar a la
máquina criminal.
Pero también hay un viaje a Jujuy, de un día y pico de
duración.
“Bajen las persianas que pasamos por Rosario y vienen
los cascotes”, sugerían en años alfonsinistas y la advertencia del guardia
separaba a los pobres viajeros ferroviarios, de los más pobres espectadores que
contemplaban al Estrella del Norte, antes de que el turco lo cierre.
A no quejarse, también compartimos litera en pareja,
durante Nápoles rumbo a Sicilia; de golpe aquel vagón angosto se colmó de
transeúntes de lenguas diversas. Como en Constitución o en el Mitre, puedo
decir también con orgullo que fui partícipe de un Babel móvil a la europea.
Trenes a Chascomús, trenes a la costa, tren de Roma a
Barcelona, con una pareja colombiana, felices ellos de esquivar a la seguridad,
exhibiéndonos un delirante video, donde la policía cómplice "Guzmana",
compartían sus líneas con los noviecitos viajeros.
Ultimo tren desde Lomas para regresar a casa, 23.35.
Caballo loco eh, nada de electrificado.
Así están los numerosos testimonios de edades variadas
contándonos su desgracia con sólo arrojar su cuerpecito contra este mastodonte.
Como Polo. El querido Polo.
Bueno, el programa de hoy hablará de trenes. De correr
trenes, de su magia. Todavía recuerdo a la encantadora Judy Davis, jovencita
ella, revoleando sus bucles colorados en Pasaje a la India. Ese tren como otros
miles me los debo.
Hubo otros trenes, fantasma, que me los guardo para
otro delirio. Pero sí el último lo compartí con mis hijos chiquitos en uno de
nuestros parque de diversiones de dudosa nobleza y garantía.
Triste pérdida la de esas felicidades gozadas desde
los márgenes. Auténticas, de poca guita y mucha adrenalina.
Los audaces chetos se imaginan haciendo el amor en el
aire, yo prefiero el ritmo acompasado y conciliador de los trenes. Sin importar
de donde venga. Antes, por supuesto de bajarse en Sarandí, mi viaducto.
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