lunes, noviembre 17, 2014

Cuando salgo a caminar

Me inventé una disciplina, llevo más de un año con esto, creo. Cuando salgo a caminar, repito el recorrido con cierta rigurosidad. A ver qué es lo que cambia en eso de bañarse siempre en el mismo río.
Bueno, sacando solemnidad, de entrada, amago con arrancar corriendo, enseguida atravieso la bajada de las vías y cruzo tres cuadras hasta llegar a mi vuelta al perro.
Se trata de la ex Ducilo y fábrica Dupont con algo menos de tres kilómetros por vuelta completa.
Hay un sol que oficia de obstáculo principal, pero también la involuntaria compañía de menos de una docena de caminantes, probablemente motivados por ganarle la pelea al estrés, al peso y por supuesto con el propósito de cumplir con esa idea de que una actividad física nos mejora.
Hay cuentos que amagan con salir en mi cabeza, rezos que se retuercen por las tripas involutariamente, haciéndome entender que a pesar de mi tozudez, no voy a poder desandar mis años claves de catolicismo, por más Althusser, Pierce, Faucault, Freud y Hegel leídos.
Son historias cortas donde uno intenta despegar el ser del deber. A veces especulo con Carver, otras con Rivera, pero yo no tengo nada de relatos minimalistas, más bien todo lo contrario. Surgen como ilusión, como explícita promesa para ser incumplida invariablemente, algo así como el fitiano título de Giros: "un día de estos voy a ser libre". Igual aunque los textos estén escritos a medias, caminar me sirve para mirar.
En uno de los últimos recorridos, me quedé pensando en un tipo con su bebita, humilde el gordito, lejos de ser un prototipo de genio ideando la cercana y galáctica expedición Rosetta, sostenía a la pequeña que revoleaba vocales en sintonía con sus ojitos. Hay una etapa donde se pierde de vista en serio, lo milagroso no sólo del crecimiento, si no de la iniciación al lenguaje. Luego de la primera vuelta, los dos siguen ahí, mientras a metros, la cola del ANSES berazateguense se va expandiendo. El tipo parece no esperar nada y de pronto, la nena arroja un pa y le acaricia la papada. No habrá best seller con esto, ni mención de 140 caracteres. No estará en el Bailando, ni será puntero el gordito. Es más, en lo precario de la escena se sospecha que tanto él, como uno...y como la nena, el techo de expectativas ha sido cubierto.
Entre tantas vueltas, por supuesto el pasado que es mi debilidad (no como carencia, si no como motivación para hurgar ideas) me muestra a mi abuelo materno lidiando con su primera hija, la psicóloga, la loquita, en la niñez y por consiguiente, en la adultez.
Saco cuentas con la edad de Jesús Manuel y lo veo no tan joven, debatiéndose en dar un respaldo simbólico a la República Española, ya derrotada a miles de kilómetros y tratar de entender algo sobre esto de ser padre de una chica "delicadita", como le gustaba decir a Vicenta para hablar de la Betty, antes de que fuera una psic piruchita. Lo veo a aquel abuelo, que dejó los barcos de Ferrol para venir acá, sin nada, cediendo sus sueños a la gracia estable de su mujer y de los más terrenales Rodríguez.
Entonces, entre esta vuelta a años luz de su juventud, pienso en los tipos que aceptaron ir a las guerras porque sí. ¿Por qué lo harían? Sí, ya sé, hidalguía, patria, la democracia y blablabla, pero en verdad, ¿qué buscaban? ¿la parca? ¿juntar unos mangos para los parientes? Probablemente. ¿Qué harían los estados con los soldados? ¿Retribuirían sus servicios después de muertos? ¿Pagarían extras como los tipos que cobran cuando se embarcan por meses y con eso zafan de tocar sus sueldos?
Demasiada reflexión para una caminata. Aclaro que no hay fumo ni pastillas en el recorrido. Sí un dolor de espalda que está ahí para acompañarme hasta el final de mis días. Y la puta rodilla.
Hay chicas y señoras cuya vitalidad las pone en el tope del ejemplo. Un par de tipos que si no son ratis, al menos pintan para custodios o vaya a saber qué función social y protectora. Uno, retacón medio Steven Segal, por ejemplo, lleva un cartoncito en la mano y, cuando le toca la parte del sol de frente se tapa de costado para protegerse. Hay una madre que no para de hablar y deja en exposición a su hija adolescente con un tranco más cansino. Tres mujeres bolivianas o norteñas que iniciaron el recorrido antes de mi llegada y continuarán después de mi partida. No faltan los paseadores de perros (espontáneos, no profesionales), sin un identikit preciso: hay una Lolita nabokoviana que no levanta la vista, un abuelo cara de tanguero perseguido por su mascota, un callejero rengo que sostiene el andar ligero y otro al que le perdí el rastro que solía llevar una varita, no para arrojar, si no para apurar a su obediente amigo, en caso de que este intentara retobarse.
Cuando salgo a caminar repaso mis errores, lamento las pérdidas, me vuelvo a casa con igual cantidad de dudas que de propósitos a realizar. A veces en el camino, escupo canciones maltrechas o en extinción que fluyen luego de patear una piedra, con un bocinazo, o después de un estornudo.
Cuando vuelvo de caminar,  inconscientemente me resisto a sentarme, a tomar agua, a parar.


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