(de Déjala que Caiga, por Paul Bowles)
La playa era muy llana, ancha y blanca;
dibujaba un semicírculo perfecto hasta llegar al cabo. Fue paseando por la franja
de arena dura que la marea había descubierto; era un húmedo espejo que
favorecía al cielo, intensificando su luminosidad. Cuando hubo dejado atrás la
hilera casi kilométrica de cabinas y bares cerrados, se quitó los zapatos y los
calcetines y se arremangó los pantalones. La playa había estado completamente
vacía, pero ahora se aproximaban de frente dos personas y un burro. Cuando se
acercaron más, vio que eran dos
bereberes muy ancianas; iban vestidas como si hiciese un frío polar, con
prendas de lana a rayas rojas y blancas. No le prestaron atención. Como allí
no había colinas junto a la costa, soplaba
una brisa penetrante que helaba cualquier superficie que estuviese a la sombra.
Delante de él, se veían ahora una serie de barquitas de pesca, varadas una
junto a otra. Se acercó. Habían sido abandonadas hacía tiempo; la madera estaba
podrida y los cascos, llenos de arena. No había rastro de seres humanos en ninguna
dirección. Las dos viejas y el burro habían salido de la playa, adentrándose,
por las dunas hasta desaparece. Dyar se desnudó y se metió en un bote que había
medio enterrado. La arena llenaba la proa y descendía de nivel en el centro de
la barca formando un lecho perfecto y orientado hacia el sol.
Fuera, el viento soplaba; dentro no se
sentía más que el martilleo abrasador del sol sobre la piel. Permaneció tendido
un buen rato, intensamente consciente del agradable calor y sumido en un estado
de voluptuosidad autoinducida. Cuando miraba al sol sus ojos se cerraban casi del
todo y veía los entramados de un fuego cristalino que cruzaban lentamente el
mínimo espacio existente entre los párpados abiertos, mientras sus pestañas
hacían que los vellosos haces de luz cr4ecieran, disminuyeran, o volvieran a crecer.
Llevaba mucho tiempo tendido desnudo al sol. Recordaba que si uno permanecía
así el tiempo suficiente, los rayos solares acababan por absorber todos los
pensamientos de la cabeza. Eso era lo que quería, cocerse hasta quedar seco y
duro, sentir cómo las nebulosas preocupaciones se iban evaporando una a una ,
saber finalmente que todas esas pequeñas y húmedas dudas y vacilaciones que
cubrían el suelo de su ser se elevaban formando espirales y muriendo en el gran
horno solar. Después se olvidó de todo esto, sus músculos se relajaron y
dormitó despertándose de cuando en cuando para asomar la cabeza sobre la
carcomida borda y mirar a un lado y otro de la playa. No había nadie.
Finalmente
abandonó incluso esta actividad. Momentos después se dio la vuelta quedando
boca abajo sobre la apretada arena y sintiendo cómo la capa abrasadora del sol
se depositaba sobre su espalda. El rumor de las olas, suave y regular como el
de unos cimbales, parecía la lejana respiración de la mañana; este sonido,
tamizado por los innumerables compartimentos de aire, llegaba a sus oídos mucho
después. Cuando se volvía para mirar directamente al cielo parecía más remoto
que nunca. Sin embargo, se sentía muy cerca de sí mismo; tal vez porque, para
sentirse vivo, lo primero que el hombre debe hacer es dejar de pensar que va a
alguna parte. Es preciso detenerse del todo, olvidar todos los objetivos.
Hay
una voz que dice "espera", pero normalmente no la escuchamos, porque
si le hacemos caso podemos llegar tarde. Por otro lado, si nos detenemos, tal
vez al ponernos en marcha de nuevo descubrimos que vamos en una dirección distinta,
lo que también resulta una idea aterradora. Porque la vida no es un acercarse o
alejarse de algo; ni siquiera es un movimiento del pasado hacia el futuro, ni
de la juventud a la vejez, ni del nacimiento a la muerte.
El total de la vida
no equivale a la suma de sus partes. Equivale a cualquiera de sus pares, pero
no hay suma. El adulto no está inmerso en la vida con mayor profundidad que el
recién nacido, su única ventaja es que tiene ocasión alguna vez de tomar conciencia
de la sustancia de esa vida y, si no es tonto, no buscará razones ni
explicaciones.
La vida no precisa ser clarificada ni justificada. Desde
cualquier punto que enfoquemos la cuestión, el resultado es el mismo: la vida
por la vida, el hecho trascendente del individuo vivo. Entretanto comemos. Así
que él, tendido al sol y sintiéndose próximo a sí mismo, sabía que estaba allí
y disfrutaba al saberlo. Podía fingir, si quería ser un norteamericano llamado
Nelson Dyar, con cuatro mil pesetas en el bolsillo de la chaqueta que había
dejado sobre el asiento de poa del bote pero sabía que aquello era una parcela
remota e irrelevante de la verdad completa. Ante todo, era un hombre tumbado en
el interior de una barca destartalada y cubierta de arena, un hombre cuya mano
izquierda llegaba casi hasta dos centímetros del armazón caldeado por el sol,
un cuerpo que desplazaba una cantidad de aire caliente de la mañana. Nada de lo
que había penado o hecho nunca había sido pensado o hecho por él, si no un miembro
de una gran multitud de seres que actuaban como lo hacían, sólo porque iban a
alguna parte desde el nacimiento a la muerte.
Ya no era miembro: habiéndose
comprometido, no podía esperar ayuda de nadie. Pero si un hombre no iba a ninguna
parte, si la vida era otra cosa enteramente distinta, si la vida era una
cuestión de existir, durante un instante largo y continuo que era todo uno,
entonces, lo mejor que podía hacer era acostarse y existir, y ocurriera lo que
ocurriera, todavía existía. Fuese lo que fuese lo que un hombre pensara, dijera
o hiciera, el hecho de existir seguía en pie inalterado. ¿Y la muerte?
Presentía que algún día, si lograba anticipar bastante su futuro, descubriría
que la muerte tampoco cambia nada.
La agradable zambullida de ideas vagas en
que se había sumergido su mente no le permitía ya mantenerse completamente
inactivo. Haciendo un esfuerzo, levantó la cabeza un poco y giró la muñeca para
ver la hora. Eran las doce y diez. Se levantó de un salto, se vistió
rápidamente sin ponerse zapatos ni calcetines, y emprendió el regreso por la
playa todavía desierta.
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