viernes, noviembre 02, 2018

Una pausa en la playa

No confundir con detenerse


(de Déjala que Caiga, por Paul Bowles)





La playa era muy llana, ancha y blanca; dibujaba un semicírculo perfecto hasta llegar al cabo. Fue paseando por la franja de arena dura que la marea había descubierto; era un húmedo espejo que favorecía al cielo, intensificando su luminosidad. Cuando hubo dejado atrás la hilera casi kilométrica de cabinas y bares cerrados, se quitó los zapatos y los calcetines y se arremangó los pantalones. La playa había estado completamente vacía, pero ahora se aproximaban de frente dos personas y un burro. Cuando se acercaron  más, vio que eran dos bereberes muy ancianas; iban vestidas como si hiciese un frío polar, con prendas de lana a rayas rojas y blancas. No le prestaron atención. Como allí no  había colinas junto a la costa, soplaba una brisa penetrante que helaba cualquier superficie que estuviese a la sombra. Delante de él, se veían ahora una serie de barquitas de pesca, varadas una junto a otra. Se acercó. Habían sido abandonadas hacía tiempo; la madera estaba podrida y los cascos, llenos de arena. No había rastro de seres humanos en ninguna dirección. Las dos viejas y el burro habían salido de la playa, adentrándose, por las dunas hasta desaparece. Dyar se desnudó y se metió en un bote que había medio enterrado. La arena llenaba la proa y descendía de nivel en el centro de la barca formando un lecho perfecto y orientado hacia el sol.

Fuera, el viento soplaba; dentro no se sentía más que el martilleo abrasador del sol sobre la piel. Permaneció tendido un buen rato, intensamente consciente del agradable calor y sumido en un estado de voluptuosidad autoinducida. Cuando miraba al sol sus ojos se cerraban casi del todo y veía los entramados de un fuego cristalino que cruzaban lentamente el mínimo espacio existente entre los párpados abiertos, mientras sus pestañas hacían que los vellosos haces de luz cr4ecieran, disminuyeran, o volvieran a crecer. 

Llevaba mucho tiempo tendido desnudo al sol. Recordaba que si uno permanecía así el tiempo suficiente, los rayos solares acababan por absorber todos los pensamientos de la cabeza. Eso era lo que quería, cocerse hasta quedar seco y duro, sentir cómo las nebulosas preocupaciones se iban evaporando una a una , saber finalmente que todas esas pequeñas y húmedas dudas y vacilaciones que cubrían el suelo de su ser se elevaban formando espirales y muriendo en el gran horno solar. Después se olvidó de todo esto, sus músculos se relajaron y dormitó despertándose de cuando en cuando para asomar la cabeza sobre la carcomida borda y mirar a un lado y otro de la playa. No había nadie. 

Finalmente abandonó incluso esta actividad. Momentos después se dio la vuelta quedando boca abajo sobre la apretada arena y sintiendo cómo la capa abrasadora del sol se depositaba sobre su espalda. El rumor de las olas, suave y regular como el de unos cimbales, parecía la lejana respiración de la mañana; este sonido, tamizado por los innumerables compartimentos de aire, llegaba a sus oídos mucho después. Cuando se volvía para mirar directamente al cielo parecía más remoto que nunca. Sin embargo, se sentía muy cerca de sí mismo; tal vez porque, para sentirse vivo, lo primero que el hombre debe hacer es dejar de pensar que va a alguna parte. Es preciso detenerse del todo, olvidar todos los objetivos. 

Hay una voz que dice "espera", pero normalmente no la escuchamos, porque si le hacemos caso podemos llegar tarde. Por otro lado, si nos detenemos, tal vez al ponernos en marcha de nuevo descubrimos que vamos en una dirección distinta, lo que también resulta una idea aterradora. Porque la vida no es un acercarse o alejarse de algo; ni siquiera es un movimiento del pasado hacia el futuro, ni de la juventud a la vejez, ni del nacimiento a la muerte. 
El total de la vida no equivale a la suma de sus partes. Equivale a cualquiera de sus pares, pero no hay suma. El adulto no está inmerso en la vida con mayor profundidad que el recién nacido, su única ventaja es que tiene ocasión alguna vez de tomar conciencia de la sustancia de esa vida y, si no es tonto, no buscará razones ni explicaciones. 

La vida no precisa ser clarificada ni justificada. Desde cualquier punto que enfoquemos la cuestión, el resultado es el mismo: la vida por la vida, el hecho trascendente del individuo vivo. Entretanto comemos. Así que él, tendido al sol y sintiéndose próximo a sí mismo, sabía que estaba allí y disfrutaba al saberlo. Podía fingir, si quería ser un norteamericano llamado Nelson Dyar, con cuatro mil pesetas en el bolsillo de la chaqueta que había dejado sobre el asiento de poa del bote pero sabía que aquello era una parcela remota e irrelevante de la verdad completa. Ante todo, era un hombre tumbado en el interior de una barca destartalada y cubierta de arena, un hombre cuya mano izquierda llegaba casi hasta dos centímetros del armazón caldeado por el sol, un cuerpo que desplazaba una cantidad de aire caliente de la mañana. Nada de lo que había penado o hecho nunca había sido pensado o hecho por él, si no un miembro de una gran multitud de seres que actuaban como lo hacían, sólo porque iban a alguna parte desde el nacimiento a la muerte.

Ya no era miembro: habiéndose comprometido, no podía esperar ayuda de nadie. Pero si un hombre no iba a ninguna parte, si la vida era otra cosa enteramente distinta, si la vida era una cuestión de existir, durante un instante largo y continuo que era todo uno, entonces, lo mejor que podía hacer era acostarse y existir, y ocurriera lo que ocurriera, todavía existía. Fuese lo que fuese lo que un hombre pensara, dijera o hiciera, el hecho de existir seguía en pie inalterado. ¿Y la muerte? Presentía que algún día, si lograba anticipar bastante su futuro, descubriría que la muerte tampoco cambia nada.


La agradable zambullida de ideas vagas en que se había sumergido su mente no le permitía ya mantenerse completamente inactivo. Haciendo un esfuerzo, levantó la cabeza un poco y giró la muñeca para ver la hora. Eran las doce y diez. Se levantó de un salto, se vistió rápidamente sin ponerse zapatos ni calcetines, y emprendió el regreso por la playa todavía desierta.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Reflexionemos juntos, no te inhibas y peleate conmigo y con la escritura.