viernes, junio 10, 2011

Caminata con la abuela

Ayer, entre amenazas de cenizas y el frío nañanero, acompañé a Dora a un trámite de papeleríos en el Banco. Se me adelantó como siempre y a la ida me esperaba con un remis en la esquina de su casa. "Por si venías desde la otra cuadra", explicó dominando con clase y experiencia las coordenadas. La generosidad de la gente y  de los empleados, apiadados por la voluntad de esta mujer de 93 años, nos permitió salir enseguida. Nueve y cuarto retornábamos caminando, según propuse, sólo para aprovechar esa mañana y hacerle compañía. Prefiero hacerla patear como a ella le gusta que verla en su casa como una calesita, yendo y viniendo con el mate que siempre se le pasa para agregarle y quitarle agua una y otra vez, mientras me cuenta sus andanzas cotidianas.


Entre las hojas otoñales y su cada vez más ajeno Beraza, la abuela intenta descifrar qué casa se dibujaba detrás de ese nuevo edificio. Los nombres de parientes surgen como los del monje del Nombre de la rosa, intentando apelar a su memoria y al mínimo detalle. En esa no puedo ayudarla. Sus referentes, como informa, están todos muertos y el tema de los respectivos finales de los parientes perdidos, siempre es una morbosa tentación para una sobreviviente como ella. Entre pañuelos esquineros (excusa para detenerse, descansar y observar mejor el barrio) y esa manera de colgarse a mi brazo (debo decirlo, es robusta, por esto me cansa y duele), Dora se las ingenia para reprocharle al destino o a la vida, la falta de atención de los viejos amigos: "Por estas cosas del tiempo dejamos de vernos". O simplemente, "No me llamó más", con más bronca y rebelde a cualquier resignación que justifique el descuido ajeno. Las críticas a tanto edificio, -"esto se va pareciendo más a la Capital, que es una porquería", afirma sin medias tintas-, y el lodo en las calles que no puede voltearla. La charla se diluye, con la llegada a su hogar. Son las diez y pico, estoy muerto y mi día laboral recién empieza. "Andate que tenés que hacer", sugiere después de lamentarse por no poder ayudar más a Gabriela "con sus cosas y los chicos", en este momento tan especial, agregaría yo, latente en el aire, pero ausente de palabra, para no aunar en detalles.

Promesas de un puchero, para hacerme en el día del padre, habilitan la esperanza compartida de mejorar todavía más, futuros e inmediatos encuentros. Acceso, por supuesto, que nieto sería capaz de resistirse a tamaña sugerencia. Sin embargo, maldigo el vértigo del día a día que, por momentos, me llevan a quejarme de la gente que quiero, de los míos con sus mañas y sus tiempos. Por suerte, Dora acomoda el orden de lo importante y, a su manera, me devuelve a la consciencia.  

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